Prólogo a la edición de 1991
Según apuntara el propio José Carlos Mariátegui, el director de La Prensa acostumbraba entrar a la sala de la redacción y le preguntaba si no escribía “algo” para el día siguiente; y precisó que “para cumplir [su] obligación con el periódico” debía llenar diariamente algunas cuartillas1. Se refirió así a la modalidad y la intensidad del vínculo laboral que lo ligaba a la empresa. Y su información nos permite reconocer: 1º, la estimación alcanzada por sus artículos; 2°, la aparente y ambigua exigencia del director, que podía ser una socarrona prevención contra alguna omisión temperamental, o una manifestación del celo que lo llevaba a evitar que faltasen esos artículos y a procurar que fuese regularmente satisfecho el interés de los lectores; y 3°, la tácita indiferencia respecto al tema o el género escogidos en cada caso por el escritor, y, por ende, el auspicioso estímulo otorgado a su iniciativa creadora. Pero eso no es todo. Muy bien puede constatarse que el diario cumplimiento de la obligación contraída con La Prensa no coincidió siempre con las publicaciones hechas en sus columnas; y, así como se tiene referencias sobre crónicas taurinas que anónimamente insertó durante alguna temporada, es posible notar que hubo días en los cuales no aparecieron sus artículos. Pero es obvio que debió acatar las exigencias de su compromiso laboral; y que, además de las publicaciones firmadas o fácilmente identificables, pudo redactar o arreglar notas y notículas de muy diversa índole. A su voluntariosa afirmación personal se oponía la presión de la rutina cotidiana, y quien sabe si la pesantez de las limitaciones que a la sazón regían al periodismo. Por eso no le fue posible satisfacer su deseo de consagrarse a la exposición y la crítica de la actualidad, ni mantener la continuidad de una columna ajustada a su criterio; pero halló acogida propicia para el relativo decadentismo expresado en sus poesías y sus cuentos y, de acuerdo con las alternativas de la redacción, se le encargó que atendiese al desenvolvimiento de los asuntos de cada día y eventual- mente hizo reportajes a personalidades del momento, comentarios de arte o de teatro, y aun glosas serias o risueñas en torno a casos y cosas de la vida política o cultural. Es decir, que Juan Croniqueur hubo de ceñirse a los tonos de una gama imponderable, al oscilar entre la obligación de escribir “algo” y la opción de hacerlo en armonía con deliberaciones propias.
En esa gama destacan los reportajes. Solamente son nueve2; y todos ellos desenvueltos en términos ligeros, palpitantes, sugerentes. Alejados de cualquier esquema aconsejado por el fácil cumplimiento de un encargo, o de esos cuestionarios que endosan la tarea de redacción al personaje entrevistado. Siguen el curso animoso, fluido, versátil, y a veces polémico, de la conversación que sagazmente orienta el periodista. Y ajustándose a los parámetros determinados por el estudio de la personalidad reporteada, cada uno deja traslucir nítidamente la preferencia que el reportero otorga a sus propios juicios. De modo que en ellos se reflejan matices y proyecciones de carácter muy diverso. En esencia, son encarados como un encuentro fortuito y desigual entre un periodista, que debe exhibir destreza y versación para defender su prestigio profesional, y al efecto suele preparar un embate inquisitorio para condicionar, seleccionar y ordenar las declaraciones que desea presentar a los lectores; y, por otro lado, un personaje presuntamente situado en una posición segura y espectable, pero que verdadera- mente es vulnerable a la voluntad del reportero y frente a él se halla doblemente obligado a ser cauteloso, afín de cuidar su propia fama y atemperar la relación establecida mediante el reportaje. Tal es, sin duda, una concepción muy singular. Pero Juan Croniqueur se basa en ella, cuando define y aplica los propósitos y la estrategia de este género periodístico. Y cuando la enuncia, con ostentosa sinceridad, asume alguna coincidencia con los modales urticantes que a la sazón desplegaba Abraham Valdelomar3:
El reportaje es una vil farsa. Dos individuos, uno periodista y otro personaje, dialogan. Aquel requiere opiniones de éste. Opiniones que ya ha presupuesto y que le favorecen. Hablan vulgar e inconexamente. Más tarde el periodista, totalmente embustero, escribe un diálogo distinto en todo del real y en él adula al personaje. Y como casi siempre el periodista piensa mejor que el personaje, éste se da por favorecido con los conceptos que aquel pone en su boca. Todo esto me parece de lo más convencional e innoble.
Refleja una posición unilateral y extremosa, en cuanto sus lineamientos giran en torno a los puntos de vista del periodismo y de los periodistas, y aparentemente soslaya la actitud del personaje reporteado. Por una parte, exhibe cierta sobrevaloración de la acogida que pueden tributar al periodismo cuantos acuden a sus columnas para aupar vanidades o pretensiones; y por otra, deja asomar una sobre valoración de sí mismo, en cuanto apunta que “el periodista piensa mejor que el personaje” a quien reportea y lo favorece poniendo “en su boca” las opiniones que previamente concibe para la ocasión. Pero es interesante advertir que en la práctica sigue el esquema derivado de su concepción, y logra los resultados que voluntariosamente hubiera previsto.
Quien atienda a las alternativas de esos reportajes podrá reconocer sus diálogos como un cabal trasunto del respectivo intercambio verbal. Y comprobará que a los personajes reporteados se les presenta en términos objetivos, discretos, relevantes o elogiosos. Pero bastará un ligero análisis para descubrir el severo protagonismo que el reportero se asigna en cada oportunidad: tal como asoma en la mesurada ironía proyectada hacia uno u otro personajes (p. ej.: Carlos Octavio Bunge, Sor Folie, Guillermo Dunstan); o en la parca limitación a la cual queda reducido quien solo confirma los asertos envueltos en las interrogaciones (p. ej.: Federico Mertens); o en la personal alabanza de artes como la música y la danza, y que en verdad opaca la simpatía consagrada a sus cultivadoras (p. ej.: Luisa Morales Macedo, Tórtola Valencia, Paquita Escribano). Aún más: la apelación a esa estrategia adquiere su mayor transparencia en los reportajes hechos a Domingo Martínez Luján y Manuel González Prada. Porque detalla finamente la originalidad, la facundia y el casticismo de la obra poética en la cual vertió el primero sus amarguras y el cansancio de vivir; y a su vez confiesa la admiración que profesa al segundo, por su amplia versación y la ejemplar altivez de su trayectoria. Y, de acuerdo con su personal esquema del reportaje, conduce los diálogos hasta lograr que sus interlocutores reconociesen la valía de su generación. Ya fuera en los términos contrastantes empleados por Manuel González Prada (1844-1918), al sintetizar su visión del legado cultural de las generaciones pasadas y elogiar con largueza las creaciones de los escritores jóvenes4:
declaró enfáticamente la superioridad indiscutible de esta generación sobre todas las que la precedieron. Antes la literatura se desarrolló entre referencias a las revoluciones y a las pachamancas. La urdimbre de todas las incertidumbres y de todas las ignorancias impidió que la influencia de la literatura europea se dejara sentir en su buen gusto, en su estilo y en su pensamiento. Se limitaba con ramplonería y atraso. Unos literatos se distinguían por su absoluto apego al más frío clasicismo. Y otros se perdían en el romanticismo más exagerado. Nuestros poetas eran malos segundones de Zorrilla. En nuestra poesía dominaba una incipiente y burda estética… Y, en general, reconoció la sutileza, elegancia y exquisitez que constituyen algunas de las excelencias de nuestra literatura contemporánea.
Ya fuera con la generosidad y la satisfacción alentadas por Domingo Martínez Luján (1871-1933); en cuanto cifra una entrañable esperanza en la superación que anunciaba la nueva generación5:
Han traído ustedes al periodismo un espíritu, una técnica, una manera completamente nueva. En mi época se desconocían la espiritualidad y la gracia que ustedes saben dar a sus artículos. Esas informaciones que no son precisamente informaciones y que abandonan el suceso actualista para buscar el aspecto permanente de las cosas, tienen una originalidad y una belleza enormes. Yo estimo mucho a esta juventud. Sé que está en la hora del ensayo. Pero esta hora es para ella tan brillante, que yo tengo que creer que la obra venidera lo será también.
Así, gracias al sesgo dado a los diálogos con escritores representativos de las generaciones mayores, Juan Croniqueur logró que ambos expresaran su aplauso a la generación emergente.
Por añadidura, debemos subrayar que la significación de las opiniones transcritas no se limita a la constatación de un hecho cultural: pues se inserta en el proceso de una disputa generacional. Iniciada por Abraham Valdelomar —en ese tono ufano y desafiante que dio tema a los desconcertados comentarios de su tiempo—, al referir una opinión de Manuel González Prada6:
la generación de hoy es la más fuerte, fecunda y valiosa de las generaciones literarias que haya tenido este pueblo.
Fue inmediatamente avivada por Enrique López Albújar (1872- 1966), quien se sintió afectado por la implícita subestimación y le opuso una caudalosa réplica7, en defensa de los predecesores que habían grabado sus nombres en los viejos anales, y vanamente ensayó el humor para desacreditar la aplicabilidad de los epítetos que el ático maestro usara en elogio de la nueva generación. No quiso responder Abraham Valdelomar, porque su eventual antagonista era entonces director de La Prensa y en su condición de redactor no se habría desenvuelto libremente; pero no es difícil que en su ánimo influyera también la egolátrica decisión de no aceptar la discusión de sus dichos u opiniones. En consecuencia, Juan Croniqueur creyó oportuno salvar a su amigo de una situación que podrá tornarse desairada; y planeó el reportaje a Manuel González Prada, para obtener una confirmación de sus juicios sobre la joven generación literaria. A continuación, salió a la palestra Federico More, y en una dilatada alegación8 demostró la debilidad y la relativa estrechez de los argumentos aducidos por Enrique López Albújar, al discutir la saludable renovación que en la literatura nacional habían iniciado los escritores jóvenes. Y a su vez, cuando se habían opacado lo secos de esas oposiciones verbales, Juan Croniqueur dio publicidad a las comprensivas opiniones de Domingo Martínez Luján, poeta abundoso que no regateó su admiración por las inquietudes humanas y estéticas de la nueva generación. De modo que los reportajes no son piezas aisladas y más o menos rutinarias, en el ejercicio profesional de Juan Croniqueur, sino episodios de una gesta enderezada hacia la afirmación personal y la defensa de las concepciones coherentes con las nuevas fases de la vida.
Otro cariz, igualmente sugestivo, tiene el “Glosario de las cosas cotidianas”, expuesto en las “Cartas a X”. Su adecuación al tono epistolar confiere a su prosa un tono alternativamente espontáneo y familiar, serio y disciplinado, sincero, efusivo y cálido. Quizá aludió Domingo Martínez Luján a la novedad y la gracia de sus giros, cuando tributó su elogio a “esas informaciones que no son precisamente informaciones, y que abandonan el suceso actualista para buscar el aspecto permanente de las cosas”. Pues ése es justamente el acierto del “glosario de las cosas cotidianas”. Es informativo, porque sigue el curso de la vida diaria; pero no se refiere a los hechos en los términos escuetos e impersonales que aún empleaba el periodismo rutinario, ni se ajusta a ese orden procesal que simplificaba la presentación de las ocurrencias policiales, ni se ciñe a las elementales formas que se considera adecuadas para lograr la simpatía del lector común. En verdad, apela a los sucesos actuales como base o pretexto para desarrollar una evocación histórica o literaria, una confidencia, una meditación; y como la noticia corriente es ya del conocimiento público, la glosa ofrece la reflexión familiar que permita comprender “el aspecto permanente de las cosas”, y aún proyectar alguna emoción sobre el curso de la vida.
Semejante fue la apreciación formulada por Juan Croniqueur cuando inicio su “glosario” y trazó la diferencia entre la crónica, limitada a la información fáctica, y la epístola:
La epístola es más discreta y sencilla. Para escribirla sólo hace falta sinceridad y quienes hayan tenido el gusto poco explicable de leerme saben que la poseo de veras. Inicio para usted un epistolario risueño y amable, frívolo e ingenuo, volandero y trivial.. Si encuentra usted en él una digresión sesuda, un pensamiento grave, créalo debido a inconsciente olvido. Sería imperdonable tener una digresión sesuda o un pensamiento grave en un glosario de las cosas cotidianas. Las cosas cotidianas son vulgares, menudas e insignificantes. Por eso las amo y las observo.
En su conjunto, las páginas de ese glosario nos impresionan gratamente. Fueron escritas en el curso de un semestre, con pretendida frivolidad y superficialidad; pero la sencillez y la exactitud de sus imágenes nos colocan ante la animada reviviscencia de una época y una sociedad que difícilmente serán retratadas en forma tan feliz. Se aproxima unas veces a la gracia variopinta de un cuadro de costumbres, sin incidir en la convocación de tipos desmañados, ni en la imitación de un lenguaje rústico, pues no se solaza con la estampa estereotipada, sino con la circunstancia humana, más o menos intensa o relajante, suscitadora de ironía o aproximación evocativa, y siempre acompasada con la vida, trémula, amable. Otras veces sugiere el recuerdo animado de imágenes captadas a través de un viaje, tal vez algo oscurecidas por el alejamiento en el tiempo o la distancia, pero afloradas al conjuro de la simpatía, con el afecto acendrado por la reflexión, con esa nostalgia imponderable que suscita el pasado. No obstante, su vibración más característica, su acento peculiar y su mayor proyección emergen del tono confidencial, la sencillez y la sinceridad propias del estilo epistolar: porque su elegancia es la necesaria, la abundancia de su léxico fluye en estrecha armonía con la intención y el movimiento de la escena descrita, la veracidad le confiere trascendencia. Y a la postre lamentamos la conclusión de esas páginas testimoniales, que nos hablan de cosas ”vulgares, menudas e insignificantes” en cuyas secuencias y alternativas sobrevive una época tranquila pero volandera, tal vez aldeana y tristona pero hermosa y cautivante.
El epistológrafo nos trasmite el hastío que le infunde la rutina cotidiana, así como la pobreza de espíritu que se advierte en la afectada solemnidad de algunos personajes. Echa de menos la “aldea [serrana], que es buena, apacible, sencilla, callada, triste y risueña, no sabe de los rigores extremos del verano sufrido en esta otra aldea grande, presumida, cursi, democrática, meliflua, incolora, tonta y snob”. Divaga morosamente sobre las influencias que en las costumbres ejercen las estaciones. Ratifica su elogio a la belleza de los árboles, que en la ciudad ponen su nota agreste, salutífera y sedante. Ante la frecuencia de los suicidios, aventura una explicación basada en los efectos del aburrimiento y las frustraciones. Especula sentimentalmente en torno a las historias que la crónica policial descubre en las vidas de las gentes humildes: como en el envenenamiento de unos pobres diablos, en la soledad y la muerte de un chino que consagró su vida al trabajo, en el asesinato de un ladrón que apelaba a la farsa del travestismo para cometer sus fechorías, y en la sevicia del criado que se dejó alucinar por la riqueza y puso alevoso fin a la vida de sus patrones para despojarlos. Casi al desgaire alude a la política, porque en sus debates y sus exhibiciones encuentra un espectáculo “de necesidad irremediable”. Comenta las excelencias del teatro, la danza y las muestras artísticas. Revela profunda estimación por la grandeza lírica de Rubén Darío, la austera dignidad de Amado Nervo, los alardes caudillescos de Gabriel D’Annunzio, y la erudición aplicada a la crítica por Julio Casares. Con admiración y optimismo registra los avances del progreso, discutidos con ocasión de la visita que hizo a Lima el aviador Santos Dumont, el ruidoso paso del último tranvía que recorrió el Jirón de la Unión (mayo de 1916), y las febriles inquietudes que en las esquinas de las calles centrales afrontaban los transeúntes para esquivar la rauda marcha de los modernos automóviles y los coches. Consagra hermosas reflexiones a la presunta clarividencia de las gitanas; a la tradicional habilidad y el dinamismo artístico ofrecidos en el circo para emoción y placer de niños y adultos; a los alocados desbordes de las fiestas carnavalescas; y a la meditación severa, a la unción que parecía extenderse entre la población con las oraciones y las penitencias, los sermones y las procesiones de la cuaresma y la semana santa. Aquí y allá cobran especial relieve descripciones, a veces oníricas, opiniones y juicios que denotan afinidades entrañables, memorias y perspectivas difusas, estilos de vida y de pensamiento cuya sucesión mueve la simpatía del lector.
Por su gravitación en el ejercicio profesional de Juan Croniqueur, destaca en esas páginas una humorística referencia a la política. Corresponde a una percepción inicial de su desapacible turbidez, ingratamente opuesta a los fervores humanos y estéticos incitados por la creación lírica. Dice (12 de febrero de 1916): “A mí no me sugestiona la política”. Y a continuación, con sorna inocultable: “me gustan, sí, los políticos, que es distinto”. Por una parte, rechaza la actividad política, en cuanto parece regularse mediante la intriga, la simulación, el interés inmediato; y por otra, admite que le gustan los políticos, porque los ve como marionetas y, como las escenas que protagonizan en las cámaras legislativas contrarrestan la monotonía de las tardes limeñas, halla que “necesitamos todos forzosamente del espectáculo parlamentario”.
Tenía como siempre la franquicia de un pase libre para todos los teatros y para todos los cinemas, pero nunca hice la tontería de optar por una tanda vermouth en vez de ir a la cámara. Me encariñé tanto en la escena y el debate de las tardes parlamentarias, que llegué a hacer, como los chiquillos, un teatro guignol para los lectores de este periódico.
La explicación es bastante precisa. A diferencia de la gravedad y la grandilocuencia de las columnas editoriales que abordaban los temas de la actualidad política, el Guignol del día es ligero, risueño, intrascendente, más o menos caricaturesco. En lugar de las frases ásperas y las argumentaciones premonitorias, utiliza “calificativos amables”, ficciones e ingenuidades. Pero los artículos respectivos se publicaron sólo durante un mes, porque los políticos suelen ser muy susceptibles; y, a pesar del voceado liberalismo de La Prensa, y su insistente demanda en favor del respeto a la opinión, es probable que su director aceptase la queja de algún parlamentario, como aquel a quien el cronista tomó el pelo y creyó vengarse quitándole el saludo. A pesar de su brevedad, la experiencia fue fructuosa, pues dejó una simiente. Ligero, sencillo, fácilmente comprensible, y siempre risueño, insinuó, por contraste, que la inteligencia, la versación, la veracidad, la oportunidad y la eficiencia no eran las virtudes más frecuentes entre los políticos; y, lógicamente, que la política no se hallaba orientada hacia las, conveniencias nacionales, no se ajustaba a las leyes de la razón, y reclamaba una adaptación al espíritu de la modernidad. Y ese “guignol” anticipó el modelo y el estilo que luego aparecería en El Tiempo bajo el epígrafe de “Voces”. En verdad, un epígrafe acuñado a base de cierta invocación plebiscitaria, y cuyos dictados impusieron muchos esfuerzos y desvelos a Juan Croniqueur9:
Yo no hago política sino en unos cotidianos párrafos llamados Voces y lo hago por cierto con escaso gusto y hasta desapego.
Pero en esa tarea hubo de persistir. Y aunque sus artículos eran esperados y comentados, no dejaba de lamentar su apartamiento de la labor creadora10:
Obligadamente tengo que sentirme escritor político y esto me mistifica y me confunde. La política es detestable, pero me tiene preso.
Cierto es que era halagado a veces por los mismos políticos a quienes dedicaba una estampa burlesca, pues sus menciones les conferían notoriedad; o distinguido en los círculos de la prensa, debido a la novedad y la gracia incisiva de sus enfoques; pero no lo satisfacía el marco impuesto por las calladas limitaciones del periódico, ni el hecho de que los problemas políticos quedaran virtualmente reducidos a la discusión de posiciones personalistas. Lo artificioso y mediatizante de las convenciones urdidas en nombre de la opinión pública fueron dejándole una sensación de vacío. Y volcado hacia un examen situacional, reconoció la necesidad vital de superar su pesantez. A través de un diáfano proceso anímico había abandonado ya las posturas indolentes y conformistas de la bohemia literaria, y decidió superar también las auras gratificantes que a la sazón le granjeaban sus crónicas. Lo animaba el “optimismo del ideal” —que alguna vez supo evaluar y exaltar—, la pujanza de su voluntad juvenil, y su aspiración de contribuir a la corrección de los vicios y los errores perpetuados en la sociedad peruana11:
Situados en el diarismo casi desde la niñez, han sido los periódicos para nosotros magníficos puntos de apreciación del siniestro panorama peruana. Nuestros hombres figurativos suelen inspirarnos, por haberlos mirado de cerca, un poco de desdén y otro poco de asco. Y esta repulsa continua nos ha hecho sentir la necesidad de buscarnos un camino propio para afirmarla y para salvarnos de toda apariencia de solidaridad con el pecado, el delito y la ineptitud contemporáneos.
Ese “camino propio” se inicia con la recusación de las influencias deletéreas que pesaban sobre la realidad peruana. Con la insoslayable emancipación:
de la tutela de los intereses creados y de las gentes incapaces que… medrarán a su gusto hasta que la patria deje de ser una especie de casa de tolerancia con beneficios prácticos para unos cuantos a costa de la prostitución de los demás12.
Y, en lo tocante a la actividad política, con el desahucio de la esporádica reorganización efectuada por los partidos durante los períodos electorales, por encubrirse con ella un “insensato afán de atarnos al pasado” y lograr así que “en el Perú cada símbolo de acción política [fuera] un mausoleo”13.
Ante el diagnóstico de anacronismos han arraigados hacía falta “un vigoroso impulso de renovación [que llevase] al Perú al cauce de la vida moderna, y encarase “la complejidad de los problemas sociales, políticos y económicos”14 mediante las luces de la ciencia. Un impulso conducido según una línea de conducta que se propusiese enmendar la situación en aras del interés público, a base de la ética y la verdad. Y, desde el punto de vista periodístico, a José Carlos Mariátegui no le bastaba ya la crónica, severamente documentada, pero asépticamente enmarcada dentro de las limitaciones vigentes, pues el proceso al pasado requería el ensayo documentado, analítico, orientador. Porque ese “camino propio” debía conducir a la construcción de un Perú nuevo, rigurosamente acompasado con los avances científicos del mundo nuevo.
Referencias
-
En cartas dirigidas a “Ruth”, el 2 y el 16 de abril de 1916. En la primera anota “el director llegará y me hará la pregunta eterna de si no escribo “algo para mañana”. Y en la segunda: “Te escribo después de haber engarzado diez o doce acápites para escribir un artículo obligado”. Cf. su texto en Anuario Mariateguiano: Tomo 1. ↩︎
-
Aunque incluimos “nueve” reportajes en la presente compilación, creemos que debió escribir un número mayor. Aun en su“diálogo indiscreto”con Juan Croniqueur, César Falcón (en El Tiempo: Lima, 21 de agosto de 1916) le dice: “has hecho muchos reportajes”. No obstante, apenas había publicado hasta entonces los dos que aquí inician la incidencia en el género. Y en el cuarto reportaje de la presente serie (2 de noviembre de 1916), el mismo Juan Croniqueur declara haber “reporteado en su vida periodística a políticos, bailarinas, escritores”; de modo que es lógico inferir que en La Prensa insertó algunos otros, anónimamente. ↩︎
-
Cf. el citado “diálogo indiscreto” sostenido con César Falcón. ↩︎
-
Cf. “La generación literaria de hoy. Conversación con don Manuel González Prada”. En El Tiempo: Lima, 2 de octubre de 1916. ↩︎
-
Cf. “El poeta Martínez Luján: su vida, su humorismo, y sus excentricidades». En El Tiempo: Lima, 19 de diciembre de 1916. ↩︎
-
En un comentario al libro de José Antonio de Lavalle García sobre Las necesidades del guano en la agricultura nacional. En La Prensa: Lima, 23 de septiembre de 1916. ↩︎
-
Publicada bajo el seudónimo de “Sansón Carrasco”: “Tres epítetos gruesos y una exageración verdadera”. En La Prensa: Lima, 26, 28 y 30 de septiembre y 3 de octubre de 1916 ↩︎
-
Cf. su artículo “Definir es separar”. En El Tiempo: Lima, 8, 9 y 11 de octubre de 1916. ↩︎
-
Cf. su “Exposición”. En Nuestra Época: Nº 1, p. 1; Lima, 22 de junio de 1918. ↩︎
-
Ibidem. ↩︎
-
Cf. “La reorganización de los grupos políticos”. En Nuestra Época: Nº 2, pp.1-2; Lima, 6 de abril de 1918. ↩︎
-
Cf. “Las diputaciones por Lima”. En La Razón: Nº 67; Lima, 24 de julio de 1919. ↩︎