4.3. La Gente del Barrio
- José Carlos Mariátegui
1El criollismo ha dado en todo tiempo tema inagotable a nuestros escritores. Y así hemos visto desfilar por una página de libro o una escena de sainete, los más típicos y caracterizados cuadros de la vida limeña. Segura, Felipe Pardo y Aliaga, Juan de Arona y otros varios más, entre los cuales ha de destacarse la figura gloriosa de don Ricardo Palma, nos han descrito con fidelidad y exactitud notables, características y pintorescas escenas de costumbres criollas.
Pero, poco a poco, la exaltación y pintura de las cosas genuinamente limeñas vino a desuso, seguramente en mérito al diletantismo de nuestros literatos que encontraron más conducente a su gloria la ficción de princesas y castillos exóticos y el ensueño de amadas incorpóreas que la descripción de las romerías de San Juan, de las juergas en los extramuros y otras fiestas de puro y definido sabor nacional.
Han sido escasos, en los últimos tiempos, los intentos más o menos felices de distintos escritores para trasladar esas escenas al teatro. Entre los más recientes merece mención el significado por la obra de Alejandro Ayarza Música Nacional, en que el autor ha reunido varios cuadros movidos y ligeros, copiados con bastante precisión. Faltan en ella, a la verdad, cierta ilación o cohesión imprescindibles con que se habría logrado dar a la obra unidad y carácter y quitarle todo aspecto de amontonamiento forzado e inconexo de tipos y costumbres. Esto no quita que, rindiendo justicia al autor, digamos de Música Nacional que ha sido un atinado ensayo, digno de los aplausos que ha merecido.
Entre los más felices y caracterizados sainetes criollos debe contarse La gente del barrio, de don Carlos Guzmán y V., estrenada en el Teatro Olimpo por la compañía Obregón en la noche del sábado último.
Don Carlos Guzmán tiene conquistados ya sobrados éxitos en la escena con el estreno de zarzuelas llenas de movimiento, ligeras de diálogo y rebosantes de gracia. Pero, con ser sus precedentes producciones. ¡Calor! ¡Calor! y Los Mismos Ojos de mérito indiscutible, ninguna de ellas alcanza la significación que dentro del teatro nacional tiene este nuevo y meritorio esfuerzo.
La Gente del barrio es un sainete de la más legítima estirpe limeña. Sus cuadros, sus escenas, están encerrados dentro de un marco de verismo y fidelidad innegables. Actúan en ellos tipos que no tienen precisamente el pobre carácter de tipos personales, pero que son más genéricos y verdaderos. Limeñas de medio pelo, donairosas y pizpiretas, vendedoras de chicha y picantes, mozos de rompe y rasga dispuestos siempre a entonar al son de la guitarra los mejores aires nacionales, zapateros de viejo que a la vez hacen de porteros de casas de vecindad y se saben de corrido la vida y milagros de toda la “gente del barrio”.
El primer cuadro se desarrolla en un ambiente robusto de colorido. Es el patio vasto y animado de todas las casas de vecindad, con la protectora en enguirnaldado retablo, el “crispín” que estaquilla medias suelas en una mesita puesta a la entrada y los cordeles que se balancean cargados de ropa recién lavada. El diálogo es ágil y sencillo y está matizado con los más pintorescos decires criollos, desbordantes de gracia, de picardía y de intención.
En el segundo cuadro el ambiente local está dado con mayor exactitud si cabe. Las escenas se desenvuelven dentro de una picantería de aquellas que abundan en los barrios populares, como animados refugios de la alegría y el buen humor, propicias siempre al esparcimiento bullicioso y a la típica jarana. El autor nos presenta en Ña Catita a uno de aquellos conocidos tipos de ambulantes vendedoras de dulcecitos confeccionados por monjitas de convento o señoritas de la clase media. Ña Cata con Ña Clara dialogan sobre el inagotable tema de la pobreza de los tiempos que corren. Y se lamentan por las costumbres que desaparecen y se pierden al influjo de un unánime afán de europeización en todas las usanzas, inclusive y señaladamente en las culinarias. Y siguen así otras escenas de definido sabor criollo, a cuál más interesante en animación, amenidad y colorido.
El tercer cuadro constituye solo una escena callejera, en razón de necesidades del desarrollo final de la obra. Pero aun dentro de este carácter, la tonalidad local resulta vigorosa y fuerte.
El estreno de la obra que tan a volandas comentamos, constituye, sin que sea posible abrigar duda alguna, el renacimiento del sainete criollo.
Si la obra de Guzmán no tuviera como tiene valor propio, sería ya esto únicamente, motivo de caluroso aplauso para el autor.
Esperamos de este y otros sostenedores del teatro nacional nuevas y robustas producciones que revivan los tiempos de Segura y de Pardo y nos hagan amar todo cuanto hay de bello y pintoresco, en las costumbres y escenas más típicas y características de la vida local.
Pero, poco a poco, la exaltación y pintura de las cosas genuinamente limeñas vino a desuso, seguramente en mérito al diletantismo de nuestros literatos que encontraron más conducente a su gloria la ficción de princesas y castillos exóticos y el ensueño de amadas incorpóreas que la descripción de las romerías de San Juan, de las juergas en los extramuros y otras fiestas de puro y definido sabor nacional.
Han sido escasos, en los últimos tiempos, los intentos más o menos felices de distintos escritores para trasladar esas escenas al teatro. Entre los más recientes merece mención el significado por la obra de Alejandro Ayarza Música Nacional, en que el autor ha reunido varios cuadros movidos y ligeros, copiados con bastante precisión. Faltan en ella, a la verdad, cierta ilación o cohesión imprescindibles con que se habría logrado dar a la obra unidad y carácter y quitarle todo aspecto de amontonamiento forzado e inconexo de tipos y costumbres. Esto no quita que, rindiendo justicia al autor, digamos de Música Nacional que ha sido un atinado ensayo, digno de los aplausos que ha merecido.
Entre los más felices y caracterizados sainetes criollos debe contarse La gente del barrio, de don Carlos Guzmán y V., estrenada en el Teatro Olimpo por la compañía Obregón en la noche del sábado último.
Don Carlos Guzmán tiene conquistados ya sobrados éxitos en la escena con el estreno de zarzuelas llenas de movimiento, ligeras de diálogo y rebosantes de gracia. Pero, con ser sus precedentes producciones. ¡Calor! ¡Calor! y Los Mismos Ojos de mérito indiscutible, ninguna de ellas alcanza la significación que dentro del teatro nacional tiene este nuevo y meritorio esfuerzo.
La Gente del barrio es un sainete de la más legítima estirpe limeña. Sus cuadros, sus escenas, están encerrados dentro de un marco de verismo y fidelidad innegables. Actúan en ellos tipos que no tienen precisamente el pobre carácter de tipos personales, pero que son más genéricos y verdaderos. Limeñas de medio pelo, donairosas y pizpiretas, vendedoras de chicha y picantes, mozos de rompe y rasga dispuestos siempre a entonar al son de la guitarra los mejores aires nacionales, zapateros de viejo que a la vez hacen de porteros de casas de vecindad y se saben de corrido la vida y milagros de toda la “gente del barrio”.
El primer cuadro se desarrolla en un ambiente robusto de colorido. Es el patio vasto y animado de todas las casas de vecindad, con la protectora en enguirnaldado retablo, el “crispín” que estaquilla medias suelas en una mesita puesta a la entrada y los cordeles que se balancean cargados de ropa recién lavada. El diálogo es ágil y sencillo y está matizado con los más pintorescos decires criollos, desbordantes de gracia, de picardía y de intención.
En el segundo cuadro el ambiente local está dado con mayor exactitud si cabe. Las escenas se desenvuelven dentro de una picantería de aquellas que abundan en los barrios populares, como animados refugios de la alegría y el buen humor, propicias siempre al esparcimiento bullicioso y a la típica jarana. El autor nos presenta en Ña Catita a uno de aquellos conocidos tipos de ambulantes vendedoras de dulcecitos confeccionados por monjitas de convento o señoritas de la clase media. Ña Cata con Ña Clara dialogan sobre el inagotable tema de la pobreza de los tiempos que corren. Y se lamentan por las costumbres que desaparecen y se pierden al influjo de un unánime afán de europeización en todas las usanzas, inclusive y señaladamente en las culinarias. Y siguen así otras escenas de definido sabor criollo, a cuál más interesante en animación, amenidad y colorido.
El tercer cuadro constituye solo una escena callejera, en razón de necesidades del desarrollo final de la obra. Pero aun dentro de este carácter, la tonalidad local resulta vigorosa y fuerte.
El estreno de la obra que tan a volandas comentamos, constituye, sin que sea posible abrigar duda alguna, el renacimiento del sainete criollo.
Si la obra de Guzmán no tuviera como tiene valor propio, sería ya esto únicamente, motivo de caluroso aplauso para el autor.
Esperamos de este y otros sostenedores del teatro nacional nuevas y robustas producciones que revivan los tiempos de Segura y de Pardo y nos hagan amar todo cuanto hay de bello y pintoresco, en las costumbres y escenas más típicas y características de la vida local.
Referencias
-
Publicado en La Prensa, Lima, 27 de junio de 1914. Y posteriormente en Buelna, Nº 4-5, pp. 25-26; México, 1 de marzo de 1980. ↩︎
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