3.1. Año Nuevo - Las Tardes Parlamentarias - La Lotería de la Celebridad - Punto Final

  • José Carlos Mariátegui

Año Nuevo1  

         Nochebuena. Iluminación en la vía central, en la Plaza de Armas y en Paseo 9 de diciembre. Fantasmagorías luminosas de pirotecnia criolla y de pirotecnia japonesa. Flujo y reflujo de gentes que desfilan por las aceras y que a ratos se desbordan en las calzadas. Niños que suenan pitos y que llevan globos cautivos. Carpas de vivanderas con oriflamas de papel. Tamales y bombones. Chicha y champán. Cuando nosotros nos ponemos delante de la Underwood, testigo de tantas incertidumbres, llega hasta nosotros el rumor de alegría de las calles como una tentación.
         Y pensamos que mientras nosotros golpeamos el teclado y maculamos las cuartillas, fuera las gentes se regocijan porque un año se va y otro viene, porque es ritualidad antigua alegrarse en esta fecha, porque hay más luz eléctrica que de costumbre en las calles y porque a las doce de la noche ha sonado un cañonazo y luego otro y otro y otro, todos rotundos, solemnes como una salutación misteriosa.
         Y en que hay burgueses que llenan los teatros y pasean en automóviles y pobres diablos que sudan y se estrujan entre un tumulto de promiscuidad abigarrada por ver mejor los fuegos y no perder detalle del vuelo raudo de la “paloma”.
         Y en que las alfombras de los salones presidenciales se hunden bajo pisadas de charol, en tanto que la cortesía de los fracs hace genuflexiones y los guantes de previl prestan su complicidad al convencionalismo de los cumplidos.
         Y pensamos también en que nos sobran cuartillas y será baldío nuestro esfuerzo en pos de temas. Nada pasa. Nadie murmura. Nadie se mueve. El chisme político, en estas etapas de reconstitución y de reposo, parece muerto. Se le siente rondar de vez en vez, sonámbulo y mudo, como un alma en pena…

Las Tardes Parlamentarias  

         Las tardes parlamentarias nos atraen de cinco a siete y media. Casi a las mismas horas de las tandas vermouth, de las películas Hesperia o Bertini y de la zarzuela española. Y tenemos con frecuencia el consuelo de no cansarnos y de no aburrirnos de ellas. Hay casos en que las preferimos a las películas y a las zarzuelas. Y entre una copla de la señora Ferrer y un discurso del señor Vivanco, preferimos siempre el discurso.
         Los oradores hacen raros malabarismos con los argumentos económicos y se suceden las divagaciones abstrusas y las ideologías solemnes. De rato en rato el señor Secada pone un paréntesis risueño y grita sus nerviosas intransigencias, en la cámara joven.
         —¡Si no hay criterio! ¡Mientras se mueren de hambre los indefinidos, digieren como unos heliogábalos los obispos y gozan de seráficas opulencias los canónigos en olor de santidad!
         El señor Sánchez Díaz se solivianta, pero se calla. El señor Hoyos Osores le sujeta precaucionalmente. El señor Basadre se sonríe.
         Otras veces es una moción del señor Torres Balcázar la que rompe la monotonía de los debates. Su señoría toma en serio su papel de líder de oposición y lo interpreta que es un primor. Le echan en cara que obstruye y su señoría contesta que son los mayoristas los que obstruyen, porque le replican, porque le discuten y porque finalmente remiten al consolador refugio del archivo sus proposiciones a veces burlonas y a veces paradójicas. Enseguida el señor Borda, que hizo en los paliques semifamiliares del Cabildo su práctica oratoria, se baja al ruedo y, muy erguido, puestos los pulgares en las sisas del chaleco de fantasía, adopta una postura para kodak. Si algo lamentamos en esos momentos es no tener las aficiones fotográficas del doctor Flórez o de don Clemente Palma.
         Y así se suceden las discusiones áridas y trascendentales con las vehementes intromisiones de la retozona e inquieta travesura de la minoría.
         Con todo, hay diputados a los que nada saca de sus casillas. Viven en perpetuo nirvana. Uno de ellos es el señor Gamarra (Don Abelardo). El señor Gamarra cabecea o escribe Integridad. Solo tiene la obsesión de la Biblioteca y del Jurado Concha, que a veces le hacen enviar a la mesa un pedido humorístico y del más puro criollismo. Le imita el señor Uceda. Y ambos se admiran. Ambos solo dan votos de conciencia. Lo sabe todo el mundo. Tanto que cuando se resuelve un punto, nosotros creemos a pie juntillas que la verdad reside en el voto del señor Gamarra y del señor Uceda.
         Pero nadie como el señor don Juan Domingo Castro. Hundido en su poltrona añora su ardoroso período de candidato a la alcaldía y de amigo del Sr. Billinghurst. No se le siente siquiera. Es tan chico que hay veces que no se sabe si está o no en la sala. Apenas si a la hora de las votaciones nominales, se le escucha un monosílabo.
         Y todos los días sucede el espectáculo. Los líderes que discuten las cuestiones que a nuestra frivolidad no se le alcanzan. Las diatribas interminables de la minoría. La erudición militar del señor Ruiz Bravo que se cuadra chico a chico con el ministro de la Guerra y la erudición náutica del señor Borda que evoca aún sus bizarros tiempos de guardiamarina.
         Hasta la barra se desbanda y llega muy contada a los asientos de la galería, después de pasar por el tamiz de la guardia que exige más trámites que para una herencia.
         Y el señor Tudela y Varela, hastiado de escuchar que se barajen guarismos y se alambiquen arduos argumentos financieros, deserta en ocasiones y cede su silla al señor Peña Murrieta, que pone un empeño heroico por pasar a la historia.

La Lotería de la Celebridad  

         A Max Nordau pertenece esta frase que nos acaba de venir a la memoria (Un cohete rezagado acaba de poner una rúbrica sobre el trozo de cielo a que da marco la ventana de nuestra estancia y nos espolea para que terminemos y nos confundamos en la fiesta). Y confundimos en una promiscuidad amable la evocación de Max Nordau con la nostalgia de la nochebuena, estimulante y sabrosa como una vianda criolla, a propósito de la personalidad gigante del señor Peña Murrieta que está, sin duda alguna, en los aledaños de la inmortalidad.
         Aún creemos verlo en la sesión memorable de la promulgación de la libertad de cultos, tremolando el rollo de la autógrafa como una bandera. Aún lo admiramos asaeteado por miradas femeninas y ensordecido por clamores femeninos también. Miradas desprovistas del tamiz de displicencia del impertinente y clamores enemistados en la meliflua entonación de la coquetería.
         Los anatemas sonaban bíblicos, solemnes, inexorables:
         —¡No estrechará tu mano la elegancia enguantada de las manos de las damas!
         —¡No se franquearán los umbrales de los salones alfombrados, para que pase tu corpulencia gigante!
           —¡No habrá para ti el gesto de una sonrisa en un rostro disfrazado a medias por la complicidad del abanico!
         —¡Tu requiebro hallará solo gesto avinagrado y desdén tiránico!
         El señor Peña Murrieta es, desde ese día, célebre. Él lo comprende bien así. Y es ya otro. Y ha morigerado su saludo. No es ya el saludo campechano, franco, jovial, rotundo, sonriente. Es ahora el saludo solemne, ceremonioso, austero, discreto, diplomático, enmarcado dentro de los estrictos límites de la alta cortesanía social. Y con el saludo, el señor Peña Murrieta ha cambiado de apretón de manos y de dialéctica. El apretón de manos es ahora suave y reposado y la dialéctica antes desbordante, metafórica y profusa, es ahora seca, diáfana y parca. Las antiguas figuras retóricas de directa relación con la profilaxia, han desaparecido de la oratoria del señor Peña Murrieta.
         Solo una cosa le falta al señor Peña Murrieta. Ser ministro. Le desespera que lo haya sido el señor Ráez, pero lo consuela un poco que el señor Ráez no ha llegado a primer vicepresidente de la Cámara, ni ha promulgado libertad alguna.

Punto Final  

         Esto de punto final, lector, no se refiere a que concluimos esta crónica, como muy bien podría parecerte. Se refiere a que ayer la elocuencia indiscutible de cincuenta y dos carpetazos puso punto final a la discusión del presupuesto. Ya era tiempo, dirás, tú, lector, que no tienes seguramente paciencia para leerte el Diario de los Debates de la Cámara joven, en estos días de grave disertación.
         Algo se advertía en el ambiente, al iniciarse la sesión. Los líderes cuchicheaban. El señor Ráez sonreía. El señor Castillo se regodeaba. El señor Solar se frotaba las manos. Los ministros tenían el mismo aspecto resignado y plácido de todos los días.
         Habló el señor Borda. Habló largamente. Y habló el señor ministro de guerra. Pidió sesión secreta. Hizo revelaciones. Y concluyó suavemente, untuosamente, serenamente.
         Luego se puso de pie el señor García Irigoyen. Se sacó un papel de la americana impecable, lo desenrolló y lo mandó a la mesa.
         —¡Guillotina! —gritó el señor Torres Balcázar, desgañitándose.
         —¡Bravo! ¡Bravo! —exclamaron los de la mayoría.
         Y se leyó la moción. Y se aprobó entre aplausos.
         El señor Torres Balcázar daba voces desaforadas:
         —¡Yo hablo! ¡Yo me opongo! ¡Yo acuso!
         El señor Borda, todo rojo, gesticulaba. El señor Salazar y Oyarzábal se ponía en jarras. El señor Secada decía sentencias.
         Y en casi todas las carpetas golpeaban manos frenéticas que aplaudían desesperadamente.
         Se rectificó la votación. Y fue aprobada la votación por más votos que la segunda vez. Si se sigue rectificando, se quedan solitos el señor Ruiz Bravo y el señor Salazar y Oyarzábal.
         Comenzó la votación del presupuesto.
         El señor Salazar y Oyarzábal se puso a mitad del camino con los brazos abiertos, ni más ni menos que quien se dispone a parar un automóvil que vuela en una carretera.
         El señor Secada le gritó:
         —¡Suicida!
         Y el señor Borda, más sentimental:
         —¡Héroe!
         Por fin consiguió el señor Salazar y Oyarzábal una tregua hasta el lunes para la aprobación del presupuesto.
Y al terminar el señor Borda tuvo una actitud denodada;
         —¡Todo lo que ha dicho Torres Balcázar lo hago mío! ¡Mío, mío, mío! ¡Estoy a la disposición de ustedes!…

Referencias


  1. Publicado en La Prensa, Lima, 1 de enero de 1916 ↩︎