2.6. Glosario de las cosas cotidianas: julio

  • José Carlos Mariátegui

 

15 de julio1

         Yo no sé si después de las negociaciones, debates y componendas que han galvanizado el conflicto yanqui-mexicano, va a sobrevenir la guerra o va a restablecerse la paz entre ambos países. Cualquiera de estas soluciones no evitará que quede en todos los espíritus reflexivos de la América Latina la certidumbre dolorosa del fracaso y de la mentira de las ampulosas y bellas doctrinas y utopistas votos de latinoamericanismo que un día recorrieran todos los pueblos indoespañoles del continente y tuvieran convencido, vehemente y verboso paladín en el atildado literato Manuel Ugarte.
         Desde que Manuel Ugarte hizo romería de apostolado y prédica latinoamericanista por la América del Centro y del Sur, ha sido esta la primera vez que los yanquis invaden territorio latinoamericano con desmán e injusticia que no exculpa el pretexto de la persecución del avieso y forajido zambo Pancho Villa y de sus aviesos y forajidos secuaces. Si en épocas normales para las relaciones entre la inescrupulosa y manufacturera República del Norte y las indolentes Repúblicas del Sur, Manuel Ugarte, organizador de ligas, federaciones y logias latinoamericanistas, aprovechó la iniciación del gobierno del catedrático Wilson para hacer la teatral postura de escribirle una epístola que le aconsejaba la adopción de una ruta de honestidad y de justicia; razonable y lógico habría sido esperar que, con ocasión de este conflicto, el circunstancial caudillo de tales logias, romerías, apostolados y posturas, hubiese tenido una actitud resonante, transcendental y sensible, condenando el avance de los yanquis y proclamando la solidaridad del sentimiento hispanoamericano con la causa de México.
         Habría que preguntarse si Manuel Ugarte, entregado hoy a las preocupaciones de política casera, se ha desencantado de sus propagandas, doctrinas y latino americanismo y ha echado al olvido ideales, aspiraciones y utopías. Acaso Manuel Ugarte, después de sentirse Don Quijote hidalgo y noble de un gran ideal, ha sentido abrumado su espíritu por el desengaño y por el convencimiento de que apostolados y quijoterías son anacrónicos en un siglo de utilitarismo, especulación y sentido práctico. Acaso encontró razonable y conveniente conciliar sus arrestos de caballero andante con la prudencia dicharachera de Sancho símbolo.
         O tal vez, Manuel Ugarte, cuentista atildado, poeta galante y político o diplomático en gestación, en la época en que, con la aureola de su juventud y de su bohemia, pero sin antecedentes que anunciaran con anticipación al apóstol, lanzó al mundo un libro lleno de previsiones e idealismos generosos e inició su apostolado; tal vez, entonces, sintió solo un fugaz entusiasmo, estimulado por el justo anhelo de popularidad y éxito.
         Como fuere, no hay duda acerca de que a Manuel Ugarte le interesan hoy escasamente los problemas de la América Latina y las amenazas de la expansión yanqui o de que, si le siguen interesando, no quiere o no sabe hacerlo sensible, o sus actitudes y pensamientos no encuentran ya la resonancia, eco y difusión que encontraran en instantes en que estaban revestidos de los atributos de la novedad y de la sorpresa. Ante el ultraje de una invasión que no puede estar suficientemente justificada por las turbulencias, convulsiones y desórdenes de la nación mexicana ni por las agresividades y pillajes de sus hordas de aventureros, Manuel Ugarte y el organismo de unión latinoamericana que su palabra forjara, han debido tener un gesto trascendental, resonante, fuerte, altivo, continental, que reuniese toda la gallardía de la protesta de una raza y toda la significación de la sinceridad de un ideal. Un gesto que fuese un gesto de la América Latina. No un mensaje telegráfico o postal, si lo ha habido, que dé impresión de telegrama o tarjeta de condolencia ceremoniosa, ritual y protocolaria. Con tal fórmula, el latinoamericanismo habrá adquirido atributos de organismo diplomático, pero habrá perdido todo el noble y romántico sentimentalismo que antes lo caracterizara bizarramente.
         Yo recuerdo que hace más de tres años, cuando mi espíritu adolescente de entonces, a pesar de los raros escepticismos que siempre lo enfermaron, era juvenilmente accesible a la sugestión de grandes idealidades, escuché con enorme interés y sobrado entusiasmo la conferencia que Manuel Ugarte ofreció en el teatro Municipal con el objeto de soliviantar nuestros sentimientos latinoamericanistas y nuestro orgullo de raza. Nunca tuve por los yanquis simpatía ni afecto, ni supo crearlos mi admiración por Edgard Poe y Walt Whitman. La sajona austeridad del virtuoso Washington, del leñatero Lincoln, del esforzado Franklin y del liberto Booeker, jamás fueron bastantes para inculcarme amor a la raza angloamericana. Pensaba desde entonces —yo pensaba ya a los dieciséis años— adversamente al hibridismo de las castas de América, exculpándolo en la hispano-española, en homenaje a las virtudes y gallardías que florecen siempre en los criollos hijos de indios y castellanos. Hallaron, pues, eco propicio en mi alma las palabras de Manuel Ugarte señalando el peligro de la expansión yanqui que me recordaron las vibrantes estrofas de Rubén Darío apostrofando a Teodoro Roosevelt y a su raza; y con ingenuidad no común en quien tenía entonces tan escasos optimismos, pensé que el verbo del poeta argentino sería la simiente de una gran cruzada del pensamiento y de la acción latinoamericanos, para defender su suelo, sus tradiciones y sus cosas, de la América sajona y enemiga. Mi distinguido amigo don Luis Ulloa, utopista incorregible y mucho más apóstol y más sincero americanista que Manuel Ugarte, contribuyó en parte a mi extraño optimismo.
         Hoy —tres años hace que no pensaba en “el porvenir de la América Latina”, en la expansión yanqui, ni en el imperialismo amenazador de Mr. Teodoro Roosevelt—, en presencia de que los Estados Unidos han respondido con una invasión a los licenciosos desmanes del deshonesto y audaz revolucionario Pancho Villa, he sentido la resurrección de los sentimientos que tanta vibración tuvieron en mi lírica alma de adolescente. He leído con asombro que las cuerdas diplomacias hispanoamericanas, acogiéndose al estado de turbulencia de México, llegaban a aceptar la justicia de que las legiones de Mr. Wilson, el más temperante y cristiano presidente que, por otra parte, han tenido los Estados Unidos en los últimos tiempos, se dispusiesen a ultrajar la soberanía indefensa y débil de la nación azteca. Y me he preguntado entonces, amigo mío, cuál es iban a ser las grandes y sonoras actitudes, que románticas o no, eficaces o no, iban a adoptar Manuel Ugarte y todos los devotos de su apostolado grandilocuente y sabio.
         Creo ahora sinceramente que la América y mucho más la América española, no es tierra de apóstoles. Los criollos son hombres indolentes, cuyo temple de espíritu y condiciones de perseverancia, voluntad y carácter, son escasas casi siempre por muy grandes que sean su talento y abnegación. De la América española no saldrá no solo ningún Lutero, ningún Sakya Muni, ningún Mahoma, ningún Confucio, ningún Loyola, ningún Pedro el Ermitaño, sino tampoco ningún John Barrett, preconizador tenaz del panamericanismo. El mismo señor Eugenio Noel, expurgador y execrador de tantas lacerias de España, cuya constancia no está aún muy puesta a prueba, sería aquí un poco exótico. La abulia es dolencia de la raza y como en ella casi todos carecemos de tenacidad, encontramos un poco ridículos a los que la demuestran en empresa más o menos original o idealista.
         Y hay un caso, presentado precisamente en nuestro suelo y en nuestra raza, cuya cita conviene. Túpac Amaru, que tuvo el vano ensueño del restablecimiento del imperio y de la dinastía incásicas, halló en su ensueño y en su cruzada escasos prosélitos y acabó derrotado y ajusticiado en el más absoluto y doloroso de los fracasos.
         Y finalmente, el doctor Lizares Quiñones, diputado por Azángaro, visionario preconizador también de la restauración del Tahuantinsuyo, no ha logrado hasta ahora conseguir un solo adepto en su cámara, que lo mira con risueña y amistosa tolerancia. Y, el general Rumimaqui, ex subprefecto y ex presidente del Comité de Salud Pública, concluirá sentenciado vulgarmente por un tribunal de justicia militar.
         Julio de La Paz, que nos señala el peligro de la muy amable raza amarilla, será nuestro último apóstol. No quiero hacerle augurios.

JUAN CRONIQUEUR

Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 17 de julio de 1916. Y en Invitación a la vida heroica, selección preparada por Alberto Flores Galindo y Ricardo Portocarrero Grados, Lima, 1989, pp. 66-69. ↩︎