1.5. Tortola Valencia, en la de casa de El Tiempo

  • José Carlos Mariátegui

Juan Croniqueur cuenta la entrevista.
Ayer llegó a Lima la genial bailarina.
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         Yo sentía ayer toda la pesadumbre de un día irresoluto y enfermizo. Tenía la persuasión de que la política continuaba preocupando a todos los hombres. Y tenía también la persuasión de que estaba asfixiándome de vulgaridad y de monotonía.
         En la sala de tristes y geométricos planos de la redacción, los periódicos del día, los periódicos del extranjero, las cuartillas en blanco, los mapas de los testeros, un retrato del Káiser, otro de Gaona, los formularios del cable, la guerra europea, el teléfono y la máquina de escribir, tenían opreso y deprimido mi espíritu que está siempre enamorado de lo imprevisto.
         Repentinamente, irrumpieron en la sala Sócrates Capra, jocundo, obeso y mendaz, y una dama de fresca y delicada belleza.
         Y Sócrates Capra nos hizo al director de este diario, al jefe de redacción y a mí, esta presentación inesperada y sorpresiva, que fue en sus labios exclamación regocijada y jadeante:
         —¡Tórtola Valencia!
         Entraron luego el esposo de Tórtola y su representante.
         Todos los de esta imprenta estábamos asombrados. No nos parecía posible que Tórtola Valencia hubiese llegado a Lima sin anuncio. Habíamos tenido noticia de su próxima venida a esta ciudad metropolitana. Y habíamos esperado que su viaje tuviese vibrante reclamo del cable y del marconigrama.
         Por eso la primera pregunta fue:
         —¿Cuándo ha llegado usted?
         Tórtola Valencia respondió:
         —Hace un momento.
         Y el director y el jefe de redacción tuvieron frases de agradecimiento por la galantería de la visita inmediata a El Tiempo. Y Tórtola Valencia se puso a redactar apresuradamente un aviso: “Tórtola Valencia, la reina de la danza, etc., etc., etc….”

El reportaje —Tórtola Valencia,
artista maravillosa, sometida a un
interrogatorio improvisado e incon-
gruente.

 
         La invitación del jefe de redacción me hizo reportear a Tórtola Valencia.
         La fama de esta bailarina admirable, gran señora de la danza clásica, se entroniza en mi imaginación ofuscándola y arredrándola.
         Tórtola Valencia esperaba el interrogatorio, amable, risueña y nerviosa.
         Yo sabía ya de su belleza. Muchos retratos prodigiosos me habían hablado de su armonía plástica tan pura y tan estatuaria y tan magnífica. Solo ignoraba su gesto hábil, tornadizo, neurasténico, sorpresivo, intrépido, hipnotizante.
         Y yo que habría querido comentar con la reverencia de una jaculatoria o de una letanía, yo que habría querido elevar hasta ella un incensario, yo que habría amado un diálogo sereno, altísimo, espiritual, yo que desdeño el reportaje, por mandamiento de mi calidad de gacetillero que cohíbe y anonada en mí la calidad de artista, tuve que iniciar la conversación con esta pregunta:
         —¿Este que le voy a hacer es el primer reportaje que le hacen en Lima?
         Tórtola Valencia me contestó:
         —Ya ha hablado conmigo otro periodista. Y el diálogo siguió así:
         —Es complicado un reportaje. ¿Cuál es el escritor que la ha reporteado con más acierto? ¿Cuál es el reportaje que más le ha agradado?
         —No sé decirlo. Todos los reportajes me han agradado. Todos han tenido mucha galantería para mí.
         —Yo he leído un reportaje de “El Caballero Audaz”. Me parece que “El Caballero Audaz” es un chulo insolente.
         —“El Caballero Audaz” se apellida Carretero. Y a la verdad que me parece que este apellido le conviene.
         Y me sonreí. Y pensé que Tórtola Valencia era una mujer inteligente.
         —¿Desde hace cuántos años es usted famosa?
         Tórtola Valencia fue quien se sonrió entonces.
         Y yo modifiqué entonces la pregunta:
         —¿Cuándo alcanzó usted los primeros triunfos culminantes y determinantes de su vida artística?
         —Hace seis años. Tres años después de mi iniciación.
         —Usted es una intérprete suprema de las danzas clásicas. Usted es Andaluza a pesar de que el casticismo de su acento está pervertido por los extranjerismos. Usted nació en Triana. Usted tiene una belleza del más noble abolengo oriental. Usted debutó en Londres. Usted ha sido celebrada en las más grandes capitales de Europa. Usted es casada.
         —Usted lo sabe todo.
         —No. Es que no le voy a hacer preguntas ociosas.
         La sonrisa se hizo más expansiva y más cordial en el semblante de la artista.
         —¿Esta es la primera vez que viene usted a América? No le preguntaré si le ha agradado, porque obligadamente me va usted a decir que sí.
         —Es la primera vez que visito América. Ya no puedo decirlo que me agrada mucho.
         —¿Ama usted el país natal?
             —Excesivamente. Vivo orgullosa de él.
         —Es inútil que le pregunte si le placen las corridas de toros.
         —Las corridas de toros me placen mucho.
         —¿Cuál país de los que usted conoce le gusta más?
         —Es algo que no sé decir. Me encantan varios países. Estuve en la India Británica bastante tiempo. Estudié los bailes indios. Quise penetrar en el alma de ese pueblo. Investigué en sus leyendas, en sus monumentos, en sus gentes.
         Pensé que Tórtola Valencia acabará entregándose al nirvana como un faquir extático.
         —Usted es la más grande bailarina de los países latinos. ¿No lo cree usted?
         Hubo un segundo de sorpresa en Tórtola Valencia.
         Y yo añadí:
         —Hace algún tiempo que lo vienen diciendo los hombres de talento y que lo vienen proclamando los públicos. Y yo he concluido por creerlo.
     —Era lo que me interesaba saber. Pues la unanimidad de las gentes piensan que soy la mejor bailarina de mi género, yo tengo que pensar lo mismo.
         —¿Le place a usted el baile español?
         —No es el de mi predilección.
         —No podría serlo. Usted es una artista exquisita.
         —Las danzas clásicas son las que me seducen. A ellas me consagro enamoradamente. Tengo varios músicos predilectos. Beethoven, Grieg, Chopín. Y algunos otros. Y mis danzas sagradas de tanto renombre tienen mi más unciosa devoción artística. El baile antiguo, el baile olvidado, el baile castizo de España, es muy hermoso. Lo siento también muy hondamente. Tiene un alma trágica imponderable. He bailado una danza gitana sobre el retablo de una antigua iglesia de San Juan de los Caballeros en la cual Ignacio Zuloaga ha hecho su atelier.
         —Toda una reconstrucción religiosa.
         Ha habido una interrupción. Mis compañeros me robaban la charla de Tórtola Valencia.
         La palabra de Tórtola Valencia es pronta, suave, cariciosa. La socorre fraternal y armoniosamente el ademán nervioso, vivo y solícito.
         Yo he hecho esta pregunta sorpresivamente:
         —¿Es usted feliz, Tórtola Valencia?
         —No. Soy muy infeliz. Y le tengo miedo a la felicidad.
         La pregunta produjo asombro y la respuesta lo acentuó.
         El esposo de la artista intervino:
         —Ella misma se está buscando siempre inquietudes y desagrados.
         No es feliz porque no quiere.
         Y yo que sabía que esto no era cierto, dije:
         —Yo esperaba su respuesta, Tórtola Valencia.
         Y la gran artista, sin la sonrisa suscitada por las banalidades y por las extravagancias, agregó:
         —Recuerde usted que soy una artista trágica. Siento que la tragedia está enseñoreada en mi espíritu. Amo el dolor. Amo el drama. Y vivo perennemente inquieta sin hallarme nunca cerca de la felicidad.
         El coloquio tuvo una versatilidad nueva:
         —¿Es usted católica?
         —Sí. Soy católica. Pero mi catolicismo tiene modalidades personales.
         Tórtola Valencia quería hacemos sentir con el ademán anhelante y nervioso el sentido de su frase.
         —Y me influye también cierto budismo. La religión de Buda es muy dulce, muy atrayente, muy persuasiva.
         —¿Es usted supersticiosa?
         —Un poco. No salgo nunca a la calle sin llevar conmigo un Buda que es mi amuleto. Y vivo contenta de este ídolo cariñoso y fiel.
         Puse los ojos en el collar oriental de la artista y sentí cuán honda era su sugerencia misteriosa y evocadora.
         —¿Cree usted en el Destino?
         —Soy totalmente fatalista. Jamás tengo fe en la voluntad. Y siento que el Destino me gobierna absolutamente.
         —¿Le han pronosticado alguna vez el porvenir?
         —Una. Antes de que fuera bailarina. Y me vaticinaron que sería famosa.
         Había que apartar al reportaje de estas digresiones sentimentales o filosóficas. Había que hacerlo reportaje.
         —¿A cuál bailarina admira usted más?
         —A la Pavlowa. Es maravillosa. Es creadora. Es inimitable. Es genial.
         —Basta, Tórtola Valencia. ¿Y a cuál poeta admira usted más?
         —Admiro mucho a varios. He tratado al insigne D’Annunzio. Mi simpatía más intensa pertenece a Francisco Villaespesa, el más grande poeta andaluz.
         —Francisco Villaespesa la ha elogiado a usted devotamente.
         —Ha escrito algunas poesías muy hermosas para mí.
     —¿A cuál pintor de España admira usted más?
     —Todos los pintores y dibujantes de España han hecho algún retrato mío. Admiro preferentemente a Zuloaga, que es gran amigo mío. Encuentro igualmente admirable a Anglada.
         —¿Y no es usted amiga de Sorolla?
         —Ya le he dicho que soy amiga de Zuloaga.
         —¿Es usted modesta?
         Tórtola Valencia tuvo una breve estupefacción.
         —Sí. Soy modesta.
         —Creía que era usted vanidosa.
         —¿He dado algún motivo para que lo sospeche usted?
         —No. Era una suposición caprichosa mía.
         —Soy modesta. No creo de mí sino lo que creen los demás.
         —Es usted modesta.
         Había sido puesto sobre la mesa el periódico que publicaba el reportaje de “El Caballero Audaz”. Yo me fijé en su título: “Los nervios de Tórtola Valencia”.
         Y pregunté a la artista:
         —¿Tiene usted mal genio? Tórtola Valencia me respondió:
         —Tengo genio.
         Y su esposo, que es seguramente muy oportuno, intervino otra vez:
         —Ha querido decir que tiene genio fuerte.
         Prosiguió claudicante el diálogo, afligido y acosado por las interrupciones de Sócrates Capra que recordaba la hora impertinente e intrusa.
         —¿Ama usted mucho su arte?
         —Muchísimo. A él me doy rendidamente.
         —¿Y es usted valiente? ¿Es usted intrépida?
         —He volado. Fui pasajera del aviador Mauvais. Me disgustó el vuelo. Es muy aventurado ser pasajera de un aviador Mauvais y volar en el aeródromo de los Cuatro Vientos.
         Aquí concluyó el reportaje. Tórtola Valencia se puso de pie para despedirse.
         Yo sentí muy grande mi admiración a Tórtola Valencia y quise confesarme su turibulario y quise ofrecerle mi adulación devota.
         —¿Me consiente escriba de usted elogiándola?
         Y ella quiso darme su permiso.
         Con su venia y su gracia le escribiré un ditirambo.

JUAN CRONIQUEUR


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 30 noviembre 1916. ↩︎