1.3. Luisa Morales Macedo, artista admirable
- José Carlos Mariátegui
Mi homenaje se anticipa al gran homenaje del público.1
Mi egoísmo —muy noble egoísmo es siempre el mío—, no quiere que mi elogio a Luisa Morales Macedo aguarde para producirse el elogio del público limeño que debe aplaudirla hoy. Yo sé que esta noche Luisa Morales Macedo alcanzará un gran triunfo artístico. Y deseo que mi homenaje a la selecta y distinguida dama y a la admirable y joven artista preceda en muchas horas al gran homenaje del público que va a tener el honor de oírla.
Yo he sentido la certidumbre de este triunfo consagrador y supremo hace varios días. Fue el lunes en la amable cortesanía de una audición íntima. No asistí a la audición que la artista ofreció a los periodistas el sábado. Y hubiera debido aguardar el concierto de hoy para saber que, en Lima, en nuestra sociedad, entre nosotros, existía una gran pianista, si ella no hubiera mostrado la gentileza de invitarme, junto con otros escritores, a una segunda y más íntima audición. El público de Lima, el gran público que ignora a Luisa Morales Macedo, va a admirar a la artista varios días después de aquel en que la había admirado yo.
A las cinco de la tarde, en la penum-
bra sedante del salón, Luisa Mora-
les Macedo interpreta a Chopin, a
Beethoven, a Schubert. La estancia
se llena de música.
Ha cesado la tertulia protocolar, indecisa y trivial. Yo he esperado con ansiedad este momento en que el silencio hace el prólogo de la armonía. La artista se ha sentado ante el piano magnífico y solemne. El piano de la artista no es un piano burgués. Es el piano de una artista. Es austeramente negro. Y al pie suyo la estufita eléctrica que lo calienta y engríe pone la nota colorista de un abanico de luz roja y transparente. Es un piano aristocrático. Yo he pensado un segundo en que este piano tiene consciencia de su rol transcendental. Y he sentido que la primera nota va a vibrar con alegría.
El gesto de la artista tiene majestad de sacerdocio. La luz de la tarde cae a sus espaldas cohibida por la penumbra egoísta de la estancia. Y los ojos de la artista, que yo sé que son rasgados, almendrados, como los de los dibujos egipcios, miran a la penumbra. Y las manos de la artista se quedan un instante pensativas sobre el teclado. Seguramente el teclado aguarda su opresión como se aguarda un beso.
La primera nota suena como yo la esperaba. Suena con alegría. Suena con alborozo. Suena con devoción. Es como un pájaro que hubiese estado prisionero y a quien abriesen las puertas de su jaula. Y las demás notas vibran apresuradas y nerviosas y llenan de música la estancia.
Y desde la primera nota yo he adquirido la certidumbre de que Luisa Morales Macedo es una gran artista. Ha bastado la primera nota. Yo le habría escuchado únicamente la Serenata de Schubert o una fantasía de Beethoven y aquélla o ésta habrían bastado para que yo la admirase. Y es que el gran artista se deja sentir desde el primer minuto. A mí me bastó leer el primer cuarteto del soneto a Margarita de Rubén Darío para saber que Rubén Darío era el más grande poeta de España y de América.
Y es que el arte de esta pianista es arte emotivo. El supremo arte. La máxima manifestación del arte está en la emoción. Una palabra, un sonido, un pensamiento, un color, un signo, un grito, pueden tener emoción. Y es entonces cuando la obra artística reviste todos los atributos de la sublimidad. El arte sin emoción despierta únicamente una admiración extática, helada, severa, cerebral. Lo que no hiere el sentimiento da frío.
Esta pianista que sabe la técnica de su arte, sabe sobre todo trasmitir su emoción a la armonía que sus manos interpretan. Su alma magnetiza el piano. Y el piano interpreta su pasión amorosamente.
El piano es un instrumento rebelde casi siempre a la emoción del artista. Es un instrumento orgulloso y complicado que no quiere nunca dejarse poseer bien. Es egoísta e indócil. Muchas veces el artista sabe obligarlo a decir con exactitud las armonías escritas por el compositor. Pero pocas veces el artista sabe obligarlo a decir su propio sentimiento. El piano es un instrumento cerebral casi siempre. Es reacio al apasionamiento.
Pero este piano de Luisa Morales Macedo parece un intérprete amoroso de su sentimiento. Ella lo ha sugestionado, ella lo ha sojuzgado, ella lo ha humillado. Es la suya una gran alma de artista que domina el piano imperiosamente. El temperamento del artista se muestra siempre en este dominio del sonido, del color o de la palabra. Para un gran escritor es obediente y dócil la palabra. Para un gran pintor es obediente y dócil el color. Para un gran músico es obediente y dócil el sonido. En la gestación del artista, cuando su temperamento lucha todavía por imponerse a la palabra, al color o al sonido, hay rebeldía, hay reticencias y hay hostilidades de la palabra, del color y del sonido. Y es entonces cuando el artista sufre y se angustia. En presencia de la idea mutilada y del sentimiento mutilado, se siente una congoja y un dolor muy grandes.
Luisa Morales Macedo me ha dicho hablándome de los primeros años de su estudio artístico:
–Yo luchaba muchas veces por lograr una nota y no la conseguía. Entonces me exasperaba. A veces la nota anhelada parecía inminente. A veces yo creía haberla apresado. Pero la nota huía. Y después de horas enteras de empeño mi desencanto era intenso.
Son las inquietudes, son las aflicciones, son los esfuerzos de la gestación de un artista. ¡Cuánto sufre el alma cuando la palabra no tiene la emoción que uno le pide!
Sensaciones conexas con estos minu-
tos de armonía. –La música sigue
llenando la estancia. – En las transi-
ciones de una pieza a otra el elogio
cortés hace una interrupción imper-
tinente.
Este piano de Luisa Morales Macedo es indudablemente un piano aristocrático. Es un piano engreído. Lo mismo que a una persona le afecta el frío. Es preciso que una estufita le dé calor. De otro modo este piano se pondría triste y enfermo. Un piano vulgar no siente el invierno. Es como un perro vagabundo. Un piano aristocrático necesita abrigo, calor y cariño. Éste de Luisa Morales Macedo es un piano sensitivo y delicado. ¡Cómo se distingue de aquellos pianos rastacueros, hechos para el one step y el vals vienés, que tienen insolente color de cedro y candelabros dorados! Este piano posee la gravedad del ébano y el litúrgico contraste del negro y del marfil.
Yo he sentido la certidumbre de este triunfo consagrador y supremo hace varios días. Fue el lunes en la amable cortesanía de una audición íntima. No asistí a la audición que la artista ofreció a los periodistas el sábado. Y hubiera debido aguardar el concierto de hoy para saber que, en Lima, en nuestra sociedad, entre nosotros, existía una gran pianista, si ella no hubiera mostrado la gentileza de invitarme, junto con otros escritores, a una segunda y más íntima audición. El público de Lima, el gran público que ignora a Luisa Morales Macedo, va a admirar a la artista varios días después de aquel en que la había admirado yo.
A las cinco de la tarde, en la penum-
bra sedante del salón, Luisa Mora-
les Macedo interpreta a Chopin, a
Beethoven, a Schubert. La estancia
se llena de música.
Ha cesado la tertulia protocolar, indecisa y trivial. Yo he esperado con ansiedad este momento en que el silencio hace el prólogo de la armonía. La artista se ha sentado ante el piano magnífico y solemne. El piano de la artista no es un piano burgués. Es el piano de una artista. Es austeramente negro. Y al pie suyo la estufita eléctrica que lo calienta y engríe pone la nota colorista de un abanico de luz roja y transparente. Es un piano aristocrático. Yo he pensado un segundo en que este piano tiene consciencia de su rol transcendental. Y he sentido que la primera nota va a vibrar con alegría.
El gesto de la artista tiene majestad de sacerdocio. La luz de la tarde cae a sus espaldas cohibida por la penumbra egoísta de la estancia. Y los ojos de la artista, que yo sé que son rasgados, almendrados, como los de los dibujos egipcios, miran a la penumbra. Y las manos de la artista se quedan un instante pensativas sobre el teclado. Seguramente el teclado aguarda su opresión como se aguarda un beso.
La primera nota suena como yo la esperaba. Suena con alegría. Suena con alborozo. Suena con devoción. Es como un pájaro que hubiese estado prisionero y a quien abriesen las puertas de su jaula. Y las demás notas vibran apresuradas y nerviosas y llenan de música la estancia.
Y desde la primera nota yo he adquirido la certidumbre de que Luisa Morales Macedo es una gran artista. Ha bastado la primera nota. Yo le habría escuchado únicamente la Serenata de Schubert o una fantasía de Beethoven y aquélla o ésta habrían bastado para que yo la admirase. Y es que el gran artista se deja sentir desde el primer minuto. A mí me bastó leer el primer cuarteto del soneto a Margarita de Rubén Darío para saber que Rubén Darío era el más grande poeta de España y de América.
Y es que el arte de esta pianista es arte emotivo. El supremo arte. La máxima manifestación del arte está en la emoción. Una palabra, un sonido, un pensamiento, un color, un signo, un grito, pueden tener emoción. Y es entonces cuando la obra artística reviste todos los atributos de la sublimidad. El arte sin emoción despierta únicamente una admiración extática, helada, severa, cerebral. Lo que no hiere el sentimiento da frío.
Esta pianista que sabe la técnica de su arte, sabe sobre todo trasmitir su emoción a la armonía que sus manos interpretan. Su alma magnetiza el piano. Y el piano interpreta su pasión amorosamente.
El piano es un instrumento rebelde casi siempre a la emoción del artista. Es un instrumento orgulloso y complicado que no quiere nunca dejarse poseer bien. Es egoísta e indócil. Muchas veces el artista sabe obligarlo a decir con exactitud las armonías escritas por el compositor. Pero pocas veces el artista sabe obligarlo a decir su propio sentimiento. El piano es un instrumento cerebral casi siempre. Es reacio al apasionamiento.
Pero este piano de Luisa Morales Macedo parece un intérprete amoroso de su sentimiento. Ella lo ha sugestionado, ella lo ha sojuzgado, ella lo ha humillado. Es la suya una gran alma de artista que domina el piano imperiosamente. El temperamento del artista se muestra siempre en este dominio del sonido, del color o de la palabra. Para un gran escritor es obediente y dócil la palabra. Para un gran pintor es obediente y dócil el color. Para un gran músico es obediente y dócil el sonido. En la gestación del artista, cuando su temperamento lucha todavía por imponerse a la palabra, al color o al sonido, hay rebeldía, hay reticencias y hay hostilidades de la palabra, del color y del sonido. Y es entonces cuando el artista sufre y se angustia. En presencia de la idea mutilada y del sentimiento mutilado, se siente una congoja y un dolor muy grandes.
Luisa Morales Macedo me ha dicho hablándome de los primeros años de su estudio artístico:
–Yo luchaba muchas veces por lograr una nota y no la conseguía. Entonces me exasperaba. A veces la nota anhelada parecía inminente. A veces yo creía haberla apresado. Pero la nota huía. Y después de horas enteras de empeño mi desencanto era intenso.
Son las inquietudes, son las aflicciones, son los esfuerzos de la gestación de un artista. ¡Cuánto sufre el alma cuando la palabra no tiene la emoción que uno le pide!
Sensaciones conexas con estos minu-
tos de armonía. –La música sigue
llenando la estancia. – En las transi-
ciones de una pieza a otra el elogio
cortés hace una interrupción imper-
tinente.
Este piano de Luisa Morales Macedo es indudablemente un piano aristocrático. Es un piano engreído. Lo mismo que a una persona le afecta el frío. Es preciso que una estufita le dé calor. De otro modo este piano se pondría triste y enfermo. Un piano vulgar no siente el invierno. Es como un perro vagabundo. Un piano aristocrático necesita abrigo, calor y cariño. Éste de Luisa Morales Macedo es un piano sensitivo y delicado. ¡Cómo se distingue de aquellos pianos rastacueros, hechos para el one step y el vals vienés, que tienen insolente color de cedro y candelabros dorados! Este piano posee la gravedad del ébano y el litúrgico contraste del negro y del marfil.
La música es arte supremo. Emociona, cautiva, seduce, sojuzga. Sólo el arte de la palabra lo supera. Un músico sólo podrá haceros sentir cosas bellas mediante su piano, su violín o su cítara. Un artista de la palabra podrá haceros sentir cosas bellas únicamente mediante su frase. No le será preciso siquiera escribirlas. Le bastará con pensarlas y sentirlas. Luisa Morales Macedo interpreta en estos momentos a Beethoven. Mi pensamiento se ha callado repentinamente como en un homenaje.
La emoción es silenciosa. La emoción es egoísta. Cuando dos personas inteligentes tienen la coincidencia de una misma emoción se miran, pero no se la dicen. A lo sumo se sonríen.
La música es tan sublime que la máxima expresión de la frase artística está en el verso. Cuando el alma tiene una suprema emoción artística, se siente la necesidad imperiosa de escribir versos.
Luisa Morales Macedo está tocando una serenata. La serenata es siempre un homenaje galante. La serenata es el madrigal de la música. La serenata tiene un lirismo infinito. Cuando una serenata termina se siente que una rodilla cae a tierra en una prosternación.
–Esta es una artista absoluta, Juan Croniqueur.
–Es efectivamente una artista absoluta, Conde de Lemos. ¿No cree usted que debe abominarse de los artistas dilettantes? ¿Por qué se tolera que éstos se mezclen con los artistas absolutos? ¿Por qué no se mata a los artistas dilettantes?
–¿Por qué se va a perseguir al menestral a quien le es grata la música, Juan Croniqueur?
–Es que la devoción artística de ese menestral debe ser extática. ¿Por qué ese menestral se empeña en tocar violín en lugar de limitarse a admirar a Dalmau?
–Este es un argumento que me convence. ¿Por qué ciertas gentes de buen entendimiento, pero que escriben muy mal, no se abstienen de seguir escribiendo y se limitan a admirarme?
–¿Coincide usted conmigo entonces en que el dilettantismo es deplorable, Conde de Lemos?
–Coincido, Juan Croniqueur.
–Es efectivamente una artista absoluta, Conde de Lemos. ¿No cree usted que debe abominarse de los artistas dilettantes? ¿Por qué se tolera que éstos se mezclen con los artistas absolutos? ¿Por qué no se mata a los artistas dilettantes?
–¿Por qué se va a perseguir al menestral a quien le es grata la música, Juan Croniqueur?
–Es que la devoción artística de ese menestral debe ser extática. ¿Por qué ese menestral se empeña en tocar violín en lugar de limitarse a admirar a Dalmau?
–Este es un argumento que me convence. ¿Por qué ciertas gentes de buen entendimiento, pero que escriben muy mal, no se abstienen de seguir escribiendo y se limitan a admirarme?
–¿Coincide usted conmigo entonces en que el dilettantismo es deplorable, Conde de Lemos?
–Coincido, Juan Croniqueur.
¡Alma milagrosa y romántica de Chopin! ¡Luisa Morales Macedo ha llegado hasta ti en este instante!
Luisa Morales Macedo admira y ama ahora a Chopin, como yo admiro y amo muchas veces a José Asunción Silva.
Las manos de esta artista son ágiles, nerviosas, finas, castas, aladas, exquisitas, sensibles, audaces, misteriosas, cálidas, austeras, aristocráticas, místicas, egregias, complicadas y determinativas.
Ha habido una hora de tertulia y de digresión ecléctica, ambigua y cortesana. Ya es de noche. La estufita, al pie del piano, sigue poniendo una nota de color acre y jocundo en la estancia. Su abanico de luz tiene una elegancia mimosa y brillante. La tertulia ha languidecido de pronto. Todos los espíritus sienten la necesidad de que la artista vuelva al piano. Nadie lo dice. Pero la artista lo comprende y retorna al piano que acaso la espera. El silencio vuelve a hacerle un prólogo a la armonía inminente. Antes de que se toque una composición musical y antes de que se diga una composición literaria hay siempre un prólogo de silencio. El silencio tiene un exquisito sentido de cortesía artística.
Luisa Morales Macedo interpreta a Paderewsky, a Stokowsky. Dos grandes almas eslavas, pensativas y brumosas. La estancia se inunda de armonías. Y yo pienso que inunda también de meditaciones.
Dedicatoria de este raro ditirambo.
Un día, a propósito de Felyne Verbist, dije que yo era un avaro de mi propia emoción. La siento tan grande que pocas veces me atrevo a interpretarla. Hoy pienso como entonces.
Estas palabras mías son únicamente un elogio.
¡Cuán distante se hallan de la crítica, del reportaje y del análisis, para mi satisfacción!
El mío es sólo un homenaje, un elogio, una exaltación. Para mí no existen sino el elogio y la invectiva. La crítica es absurda.
En estos momentos mi alma es el alma de un turiferario. Mis palabras son como una devota nube de incienso.
Y este homenaje mío precede en muchas horas al homenaje del público que va a tener el honor de admirar esta noche a la artista a quien yo elogio.
Después de una hora de tertulia, la
artista vuelve a llenar de alegría
nuestros espíritus.
artista vuelve a llenar de alegría
nuestros espíritus.
Ha habido una hora de tertulia y de digresión ecléctica, ambigua y cortesana. Ya es de noche. La estufita, al pie del piano, sigue poniendo una nota de color acre y jocundo en la estancia. Su abanico de luz tiene una elegancia mimosa y brillante. La tertulia ha languidecido de pronto. Todos los espíritus sienten la necesidad de que la artista vuelva al piano. Nadie lo dice. Pero la artista lo comprende y retorna al piano que acaso la espera. El silencio vuelve a hacerle un prólogo a la armonía inminente. Antes de que se toque una composición musical y antes de que se diga una composición literaria hay siempre un prólogo de silencio. El silencio tiene un exquisito sentido de cortesía artística.
Luisa Morales Macedo interpreta a Paderewsky, a Stokowsky. Dos grandes almas eslavas, pensativas y brumosas. La estancia se inunda de armonías. Y yo pienso que inunda también de meditaciones.
Dedicatoria de este raro ditirambo.
Un día, a propósito de Felyne Verbist, dije que yo era un avaro de mi propia emoción. La siento tan grande que pocas veces me atrevo a interpretarla. Hoy pienso como entonces.
Estas palabras mías son únicamente un elogio.
¡Cuán distante se hallan de la crítica, del reportaje y del análisis, para mi satisfacción!
El mío es sólo un homenaje, un elogio, una exaltación. Para mí no existen sino el elogio y la invectiva. La crítica es absurda.
En estos momentos mi alma es el alma de un turiferario. Mis palabras son como una devota nube de incienso.
Y este homenaje mío precede en muchas horas al homenaje del público que va a tener el honor de admirar esta noche a la artista a quien yo elogio.
JUAN CRONIQUEUR
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 23 de septiembre de 1916.
Y en Páginas Literarias, seleccionadas por Edmundo Cornejo Ubillús (Lima, 1985), pp. 155-162. ↩︎
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