2.9. Viendo la cuaresma

  • José Carlos Mariátegui

 

         1La quieta, la mística, la silente primera etapa de la cuaresma ha tocado a su término. Ha pasado calladamente, entre suaves efluvios del incienso cristiano, misteriosos rumores de confesionario, desfiles callejeros de mujeres bonitas que ponían en la solemne austeridad de las tardes cuaresmales la nota de poesía y color de sus encantos, y rotundos, cálidos, vibrantes gestos del predicador que ha querido despertar en las conciencias el anhelo del arrepentimiento.
         Fue anteayer el último de los tradicionales sermones de cuaresma. Sermones que son como un conjuro de la iglesia católica que invita a las gentes al recogimiento y a la penitencia, que las mueve a esperar fervorosas los días de la semana de Dios y que dice a todos los corazones una dulce epifanía de amor y contrición. Y anteayer, el cronista, ha visto pasar la ronda procesional de las buenas y bellas devotas, que vuelven de escuchar la palabra llena de unción del misionero.
         Porque el misticismo de las limeñas, el misticismo que tuvo su más hermoso trasunto en esa flor de santidad y penitencia que fue Santa Rosa, alcanza en estos días un risueño, un inefable, un sacro florecimiento. Ellas, se sienten espoleadas por la fe que arrullara sus años primeros, por el divino amor del cual son un dulce glosario epistolar las páginas perfumadas del perfumado libro de misa —ese libro pequeño de dorado canto que a mí se me antoja algo así como un símbolo de alma de mujer—, se recogen en la contemplación de los santos pasajes de la vida de Jesús y acuden fervorosas a avivar sus sentimientos de religiosidad, escuchando las paradójicas y vibrantes invocaciones del predicador.
         Y es, tal vez, este de su espíritu cristiano, uno de los aspectos más simpáticos de la mujer limeña, el que nos dice todas las delicadezas y todas las sensibilidades en ella latentes, el que alimenta su caridad, su compasión piadosa para el dolor, para la angustia, la lacería ajena. La mansa y humilde doctrina del manso y humilde galileo, todo amor y toda misericordia, llega a su alma irresistiblemente y descubre el caudal de ternura que encierra y despierta el reverente respeto a la tradición, que en ella se cultiva.
         Estos sentimientos de misticismo, de devoción, desbordan al conjuro de la voz de la iglesia que vibra en la sonorosa y plañidera atalaya de cada campanario. Y en el templo donde antes triunfara la fastuosa liturgia de festivas solemnidades y donde hoy los altares disfrazan el capricho laberíntico de sus santuarios, de sus columnatas y de sus capiteles, bajo la cortina morada que simboliza el duelo católico, escuchan fervorosas las mujeres la palabra del orador sagrado que gesticula con ímpetu de iluminado.
         El cronista ha oído a uno de estos predicadores. Ha sentido como el efluvio de los años en que la fe ingenua y sencilla de su infancia tenía alburas de eucaristía y no había sido aún salpicada por el fango de la vida. Pero, por más que ha deseado ser creyente y devoto como los buenos fieles que miraban conmovidos al misionero, por más que ha querido que sus frases y sus ademanes repercutieran en su alma, por más que ha querido tornarse místico y fervoroso, ha tenido que confesar al final para ser sincero que la oración del misionero no ha despertado en él los sentimientos que tanto habría anhelado y que habrían puesto en su existencia inquieta y tornadiza un amable paréntesis consolador. Y ha experimentado una intensa, una acerba desolación, cuando ha visto reflejadas la compunción y el dolor en los semblantes de todos los oyentes y ha envidiado la sencillez, la pureza de quienes saben llorar y arrepentirse al influjo de la vibrante palabra del predicador.
         Ya está dulce y quietante etapa de la cuaresma ha concluido. Se inicia hoy la semana memorable en que la iglesia llama al recogimiento a todos sus fieles. El drama del calvario revive en los evangelios y en los corazones. La humanidad sencilla y buena se descarga de pecados en la penumbra triste de los confesionarios.
         Y en esta ciudad monótona, vieja y devota despiertan hoy las campanas de los templos, diciendo su sonora armonía de bronce, y en las calles soleadas y tristes vibra el pregón del tradicional bizcocho…

JUAN CRONIQUEUR


Referencias


  1. Publicado en La Prensa, Lima, 28 de marzo de 1915. ↩︎