2.20.. D'Annunzio y la guerra

  • José Carlos Mariátegui

 

         1El inmenso artista, el poeta selecto, el novelista mágico nos sorprende en este instante con un gesto que por suyo es magnífico. Fueron siempre soberbias y aristocráticas las actitudes de este genial italiano que ha escrito en la suave eufonía de su nombre literario de Gabriel D’Annunzio, la más delicada expresión de su selección artística y de su latinidad. Sacerdotal, majestuoso, las subrayó siempre con ademán de exégeta y en su deseo novador de cenobita, del arte y la belleza revistió siempre sus actos de una serenidad abacial.
         El cable de ayer consigna la noticia de esta última actitud que quiero glosar. Dice así:
         “El novelista Gabriel D’Annunzio, que se halla incorporado a un regimiento de caballería, como reservista, ha pedido al gobierno que lo traslade a la marina, en caso de que estalle la guerra. Dice que cuando la batalla de Lissa, Austria admitió a bordo de la escuadra a un historiador, para que escribiese la derrota de Italia. Ahora él quiere escribir la victoria”.
         Cuantos han seguido, a través de sus salientes manifestaciones, la vida de D’Annunzio —vida intensa y febril— saben cómo el gran escritor ha hecho del arte la profesión de fe de su vida. Su culto por la armonía, su religión de lo bello, le hicieron abominar de ese nombre duro y prosaico que se descubriera como el suyo propio, y en las liturgias de ese culto y de esa religión inspiró el ritmo de su vida y sus ideales. Detestaría a la manera griega el furor de las pasiones que altera la serenidad de las fisonomías y destruye la euritmia de los movimientos. D’Annunzio tendrá siempre la virtud de esquivar un tropiezo vulgar y de que a ninguno de sus actos falte la elevación y la superioridad que es norma en sus ideales. La vulgaridad repugna a la altísima aristocracia de su genio.
         Advertisteis tal vez que, por eso, en todas sus obras o en casi todas, puso tal excelsitud de ideas, tal pureza de forma, que deja siempre algo virgen, algo impoluto a la exploración epidérmica de los intelectos mediocres. Para llegar hasta la cumbre de sus ideales, para adentrarse en la urdimbre laberíntica de sus sutilezas, para escuchar la música sagrada que en el jardín de sus ensueños toca en su pífano encantado este fauno nuevo, hace falta una diafanidad que deja llegar hasta el fondo de las almas como una caricia de luz las sensaciones del poeta.
         Y así fueron sus gestos. Serenos, reposados, caprichosos o enigmáticos. Los que no los comprendieron hablaron del poseur. De ellos solo puede decirse, en justicia y con razón, que trasuntaban los anhelos del artista. D’Annunzio quiso solo que respondiesen al ritmo de su vida.
         Consagrada con reverente y universal admiración su gloria, D’Annunzio, como todos los grandes espíritus se ha detenido cautivado ante el inquietante problema de la muerte y ha sentido la tristeza y la esterilidad de esta vida de dolor y de angustia. A su alma de selecto han tocado furtivamente los mismos anhelos que sembraron la desesperanza en las almas de Leopardi y de Manfredo. Y fue así que un día la prensa universal dio la noticia de que D’Annunzio había resuelto suicidarse. Pero suicidarse en una manera original. El gran poeta era dueño de una fórmula para apagar las pulsaciones de su vida, lenta, gradualmente, experimentando la intensa voluptuosidad de sentirse poseído poco a poco por la muerte que llega. Su cuerpo se iría consumiendo, reduciendo, evaporando casi, al influjo de un filtro misterioso como de un sortilegio conjuro cabalístico. Sería un pausado, un extático desposorio con la muerte que iría anestesiando progresivamente los órganos de la vida con la caricia sedante de sus besos. ¿Fue una fantasía morbosa del poeta o una invención a esa misma fantasía? Exquisita voluptuosidad, de todos modos, esta de irse dando a la muerte lentamente, de ir sintiendo segundo tras segundo su halago extenuante, de ir dispendiando la vida inútil e infecunda, pero amada por todos los que tienen un cobarde temor al más allá de hallarse envuelto en el hálito misterioso de lo infinito, de lo enigmático, de lo incognoscible. Sentirnos asomados a la muerte, en plena existencia, cuando aún sentimos los latidos de nuestra carne y nos aturde el torbellino del mundo.
         D’Annunzio busca hoy la emoción de la vida de soldado, quiere embriagarse con el olor de la pólvora y la sangre y aturdirse con la orquestación terrible del combate. Y se ha hecho soldado. El cable no lo cuenta en el breve despacho que he transcrito. Pero su inquietud tornadiza y vehemente, ha modificado sus anhelos. Sus ideales de gloria, renacen en esta hora intensa que le devuelve ansias de vida y aletarga el cansancio y el hastío de las jornadas vencidas con la promesa de nuevas sensaciones. La majestad de las luchas navales le seduce y ha pedido que se le incorpore a la marina. Igual que en otras épocas Austria alistó en su flota a un historiador para que escribiese la derrota de Italia, él quiere que Italia lo embarque hoy en la suya para escribir la victoria.
         El novelista poeta, en quien los sentimientos de latinidad tienen noble arraigo, ha escuchado las pulsaciones de su pueblo y ha sentido sus anhelos de redención. Por eso quiere que la actitud de Italia en este momento responda a la voz clamante de la raza y sume el esfuerzo de la nación del mediodía al que ejercita Francia para abatir el osado imperialismo teutón. Y ofrece su pluma —la misma que apresara en páginas admirables las errantes libélulas de sus ideas— para escribir el triunfo de Italia en los mares.
         Quiere ser nauta de su flota. Igual que la de ese divino visionario de Cristóbal Colón, ¿la figura de este hombre genial será a modo de talismán que conduzca por la ruta de la victoria a la armada de Italia?
         Acaso, enamorado de la gloria de Don Miguel de Cervantes en Lepanto, Gabriel D’Annunzio quiere que en la historia su nombre rubrique la epopeya naval de la Italia de hoy.

JUAN CRONIQUEUR


Referencias


  1. Publicado en La Prensa, Lima, 27 de abril de 1915. ↩︎