3.6. Aventura de una dama que desaparece

  • José Carlos Mariátegui

 

“El fantasma de estas noches”.
Ayer hablamos con la misteriosa dama.
Ella nos contó la aventura.
1

En pos del misterio
         Ayer, a la hora y en el sitio convenidos, nos entrevistamos con “la dama del cuento”. Nuestra sorpresa ante ella fue enorme. Creíamos encontrarnos ante un ente extrarreal, macabramente folletinesco; creíamos que el lenguaje humano no iba a bastar para la entrevista, y nos aprestábamos a sorprender la técnica del léxico de ultratumba. Ante la dama, no sufrimos precisamente la desilusión. Fue simple contrariedad de nuestra fantasía diabolizada por la vecindad del misterio y violentamente puesta ante la exactitud de la realidad.
         Nuestra interlocutora —una rubia que es casi tan hermosa como la mejor morena— nos dio, pues, el disgusto de defraudar nuestras exaltadas expectativas, de defraudarnos sin discusión, la primera vez que esperábamos poder entendernos con un fantasma auténtico, seguro. Fue una visión positiva de Lombroso puesta ante los ojos poco menos que sonámbulos de unos hombres que esperaban encontrarse con una creación imposible de Allan Kardec. La realidad, madre de la ciencia, burló a estos simples soñadores que iban en pos de la ilusión, madre del arte y también de las informaciones periodísticas.
         Nuestra interlocutora, repetimos, fue, y ojalá lo fuera aún, una de las estrellas de nuestra galantería. Vio rendidos —nos cuenta ella— a muchos poderosos y —siempre habla ella— nunca negó amor desinteresado a los artistas.


 

Frente al fantasma

         El plan de reportaje que teníamos concebido se hizo completamente inútil. No podíamos interrogar a esta dama como interrogaríamos a un fantasma. Hubo en nosotros tentación de renunciar al esclarecimiento de la aventura. La aventura, sin el fantasma, resultaba desde ese momento una aventura vulgar. Y su sitio aparecía en la crónica de hechos diversos.
         Pero teníamos que ser corteses con la dama que nos había citado, en atención siquiera a su calidad de protagonista de una aventura exaltada por los periodistas.
         Y entre la dama del cuento y nosotros fue así el diálogo:
         —¿Usted es el fantasma?
         —Yo soy el fantasma. Una noche vulgar me ha hecho heroína de una rara fantasía. Y estoy muy sorprendida. ¿Quieren ustedes consentirme que me ría una vez más?
         —Puede usted reírse todo lo que quiera.
         —Gracias.
         —Ahora, el relato.
         —“Las once sonaban en los alrededores de la estación”.
         —¿Solo en los alrededores de la estación? ¿Y qué hora sonaría en los otros sitios de Lima?
         —Sean ustedes serios. Fíjense que hablan con un fantasma.
         —Está usted en lo cierto.
         —Bueno. Las 11 eran en Lima, y yo vagaba en los alrededores de la estación. Vagaba buscando.
         —¿Buscando?
         —Sí. Buscando. Buscando.
         —Bueno. Buscando. ¿Y por qué para buscar se enlutó usted tan rigurosamente?
         —Porque, si ustedes recuerdan las novelas, sabrán que no se puede ser dama misteriosa sin ser dama enlutada.
         —Cierto. El destino, el hado, la condujo a usted, enlutada, o lo que es lo mismo, misteriosa, a la aventura. El destino, personalmente, la vistió a usted de negro.
         —Sí. Ahora es el destino el que me viste.
         —No entremos en confidencias. ¿Y el facultativo?
         —En ese instante no tuve noticia de su calidad profesional. No tenía manifestaciones exteriores de ser médico. Me pareció un simple hombre.
         —Menos mal.
         —Bueno.
         —¿Es buenmozo el facultativo?
         —Sería descortés que yo afirmase lo contrario.
         —Quedamos en que es buenmozo.
         —No dejaría de serlo, o, si no lo fuera, no lo sería, gracias a que yo afirmase el pro o el contra. El facultativo...
         —El facultativo me siguió. Esto no me causó asombro.
         —¿No la asombra a usted que la sigan facultativos?
         —Pónganse serios. Comienza a obrar el misterio en la aventura.
         —Respiramos.
         —El facultativo me habló.
         —Y usted le contestó...
         —Casi.
         —Se hablaron.
         —Nos hablamos. El facultativo trató de prevenirme contra los ladrones.
         —Siempre los médicos usan preventivos.
         —Sería por eso que me previno. Y no sé si sería por eso que me acompañó hasta mi casa. A un facultativo que la acompaña a una hasta su casa, no es posible dejarlo en la puerta. Sobre todo, cuando ese facultativo se apresura a prevenir contra los ladrones.
         —¿Y eso de la casa? ¿Qué casa es esa?
         —Eso ya es íntimo.
         —Pero es preciso aclararlo.
         —Como ustedes quieran. Mi casa era una casa circunstancial. No era mi casa. Me la había prestado un amigo, pero tampoco era de mi amigo.
         —Ahí está el misterio. Esa casa de propietario indefinible es obsesionante.
         —Ni mucho menos. Era una casa puesta judicialmente en depósito, y mi amigo el depositario. La casa estaba cerrada y conservaba sus muebles. La llave la tenía mi amigo.
         —¿Quién es su amigo?
         —No es discreto nombrarlo. Les diré, sí, que es uno de nuestros especialistas en cuestiones policiales, un detective insigne, un técnico en investigaciones y antropometría. Además de todo esto, es persona bondadosa...
         —Y como usted de pronto no tuvo casa.
         —Eso es más íntimo. ¿Han oído ustedes hablar de la situación, la crisis?
         —La guerra europea, la falta de presupuesto, la dictadura fiscal.
         —No se bromeen. Esto además de íntimo es doloroso. Decía, pues, que ese amigo que, aunque policía, es buena persona, quizá por ser policía científico, me dio, clandestinamente y burlando la intangibilidad del interdicto legal, la llave de la casa depositada.
         —¿Y a ella llevó usted al facultativo?
         —A ella me acompañó el facultativo. Yo lo invité a pasar.
         —Toda una invitación para un facultativo.
         —El facultativo pasó. Como no tenía luz eléctrica, ni bujía, ni querosene.
         —Culpa de La Brea y Pariñas.
         —No conozco a La Brea ni a Pariñas.
         —Una lástima.
         —¿De veras?
         —El facultativo y yo nos encontramos a oscuras.
         —Como en el cinema.
         —No nos parecía a nosotros lo mismo en ese momento. La falta de luz hizo comprensivo al médico.
         —Parece mentira que un médico a oscuras sea comprensivo.
         —Pues ahí tienen ustedes. El médico fue comprensivo. Tanto que quiso ir a comprar una bujía.
         —¿Y usted se opuso?
         —No. Quise probarle al médico que yo tenía servidumbre, y, a fin de probárselo, me escapé por el callejón.
         —¿Cómo?
         —Como yo no tuviese dinero suelto...
         —Culpa de los cheques. Crisis nacional.
         —Ojalá fuera. La falta de suelto, hizo que el médico me diera un sol.
         —¿Con el sol salió usted?
         —Sí.
         —¿Entonces?
         —Entonces, sin decirle nada al facultativo me fui a comprar la bujía.
         —¿Y el sol?
         —Por olvido, y ofuscación, lo dejé en una consola. Ya en la calle me di cuenta de que no lo llevaba. No me pareció prudente pedirle otro sol al facultativo.
         —¿Y?
         —Y en la calle me encontré con un amigo. Ya me había decidido a fiar la bujía.
         —¿Pero?
         —Pero algunas insinuaciones del amigo a quien encontré, y el deseo que yo tenía de alejarle de la casa, para que mi visitante no pensara mal de mí...
         —No era posible que tal cosa ocurriera.
         —Los hombres son muy mal pensados.
         —Sobre todo a oscuras.
         —Sí. Decía, pues, que el diálogo me distrajo.
         —¿Mucho tiempo?
         —Alrededor de media hora. Yo tenía gran inquietud por la suerte de mi visitante.
         —Con razón: aquello de los ladrones.
         —Sí. Busqué un pretexto para volver a la casa, me desligué del amigo por un momento, y volví. Ya el medico no estaba.
         —El médico tenía miedo a las ánimas.
         —No me fue posible sospecharlo.
         —Naturalmente.
         —En vista de la ausencia del médico, cerré la puerta, eché el candado que el depositario, mi amigo, me recomendó que nunca dejara abierto para mantener la apariencia de inviolabilidad, y me fui por esas calles.
         —¿Con el nuevo amigo?
         —Sí. El nuevo amigo me había hablado de casa más cómoda y menos circunstancial. Como en la depositada yo nada tenía ni nada sacaba de ella, la dejé de hecho, reservándome devolver las llaves a mi amigo.
         —¿Y el sol?
         —Lo olvidé por completo.
         —Aquí interviene otra vez el destino.
         —Seguramente. Después he sabido que el médico se quejó a los tribunales. Llamó la policía, hizo sumaria investigación, pidió exorcismos, habló con periodistas, hizo abrir la casa.
         —Y recuperó su sol.
         —Sí. Ustedes están obsesionados con el sol.
         —Nosotros y el médico. Aparte de que sin ese sol no habría misterio.
         —Las informaciones de los periódicos me indujeron a escribirles. Me gusta la prensa de oposición.
         —Gracias. Encantados acudimos y encantados nos vamos, aunque con la desilusión de no haber conversado con un fantasma, por mucho que ya sabemos cómo por un sol se hace un misterio.
         Y después de charlar unos minutos más con la rubia tan bella como la mejor morena, nos despedimos.
         Desde hoy, aunque Lombroso y Allan Kardec nos lo aseguran, no creeremos jamás en las almas del purgatorio. Líbrenos Dios de un alma que, aparte de ser del purgatorio, sea lombrosiana.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 27 de noviembre de 1916. ↩︎