3.2.6. Jornada Última
- José Carlos Mariátegui
- Abraham Valdelomar
DOÑA ANA.— Que noche tan sombría,
tan sombría y tan mala.
ESCUDERO.— Las siete han sonado y amaneciendo.
DOÑA ANA.— Creí que se moría
la pobre Mariscala,
desde aquí a cada instante la oía delirar.
ESCUDERO.— No ha cesado un momento
de quejarse. La calma
de la noche rompía su quejido fatal.
DOÑA ANA.— La hiere el sufrimiento
la herida está en el alma
y esa herida no tiene ningún remedio.
ESCUDERO.— Hablaba en su delirio
de su pasada historia
de sus luchas, sus guerras, su perenne
ambición y gritaba: la gloria
la gloria y el martirio,
la gloria y el martirio, el triunfo y el dolor.
DOÑA ANA.— En la mañana en tanto
que iba aclarando el día
la capa bejarana del Cusco me pidió.
Pobre señora mía
la capa bejarana
quiso que le sacara y en ella se embozó…
¿Hay esperanza alguna,
coronel Escudero?
¿Hay alguna esperanza de volver al Perú?
ESCUDERO.— Esperanza ninguna
porque yo nada espero,
junto con el exilio vino la ingratitud.
DOÑA ANA.— Mas se muere, se ausenta
ya su gloriosa vida.
Solemne y silenciosa como un ave se va.
ESCUDERO.— Oh, pobre presidenta,
Oh, pobre águila herida.
En tierra extraña y sola la hemos de sepultar.
CRIADO.— Coronel, un caballero
pide hablaros un instante.
ESCUDERO.— Pues que pase. Aquí le espero.
BENIGNO.— (entrando) ¿El coronel Escudero?
ESCUDERO.— Soy vuestro criado, adelante.
BENIGNO.— En nombre del Mariscal
don Antonio de la Fuente
vengo en visita cordial.
ESCUDERO.— Os escucho como a tal
y os recibo cordialmente.
BENIGNO.— El Mariscal ha sabido
que está enferma de cuidado
la presidenta y me ha dado
un encargo que he querido
pronto dejar terminado.
ESCUDERO.— ¿Y queréis verla?
BENIGNO.— Tal es mi propósito, señor.
Soy médico. Es un favor.
Quiero curarla.
ESCUDERO.— Tal vez llegáis ya tarde, doctor.
BENIGNO.— Quizás os equivoquéis.
He salvado tantas vidas…
ESCUDERO.— No hay dos vidas parecidas;
tal vez aquí no podréis.
Son tan hondas sus heridas…
Esperadme aquí.
BENIGNO.— Os espero.
ESCUDERO.— Pues bien, regreso al instante.
Pero aquí viene.
FRANCISCA.— Escudero.
ESCUDERO.— Voy.
BENIGNO.— Señora…
FRANCISCA.— Caballero.
ESCUDERO.— Hay un gentil enemigo
que por vos interesado
un médico os ha mandado.
Y conversaba conmigo
cuando vos habéis entrado.
FRANCISCA.— ¿Un enemigo? ¿Aún los tengo?
BENIGNO.— No es vuestro enemigo
aquel por cuyo mandato vengo.
FRANCISCA.— Bien y decid quién es él.
BENIGNO.— La primera comisión
es que le otorguéis perdón
y accedáis a su pedido.
FRANCISCA.— Está todo concedido.
BENIGNO.— Generoso corazón.
MARISCALA.— Vuestra ciencia es inútil. Ya la muerte
ronda a mi lado y a mi lado anida.
Nada podréis hacer. Ella es más fuerte
más fuerte que la vida…
Solo quiero saber si aún se demora
algunas horas más esta tortura;
quiero morir.
EL DOCTOR.— Vais a vivir, señora.
La ciencia por mis labios lo asegura.
MARISCALA.— No perdáis vuestro tiempo en engañarme;
no ha menester mi espíritu consuelo.
Yo necesito lo que podéis darme.
EL DOCTOR.— ¿Qué?
MARISCALA.— La verdad. Es todo lo que anhelo.
Vos no me conocéis. Nunca he temido
descubrir la verdad. Nunca la muerte
me amedrentó. La he visto. La he vencido.
Y el desafiarla siempre fue mi suerte.
EL DOCTOR.— Mas ¿por qué os empeñáis, señora? Nada
debéis pensar de cosas tan sombrías;
largos son vuestros días…
MARISCALA.— Pues bien. Decidme la verdad
o dejadme, doctor. Sé que me muero,
que estoy muriendo ahora. Por piedad,
decid lo que os pregunto y lo que quiero…
Dadme el placer de conocer la hora
en que debo morir, sed obediente.
¡Vos lo sabéis, decidlo!
EL DOCTOR.— Bien, señora.
Vuestra vida se acaba lentamente.
MARISCALA.— ¿Un día? ¿Es mucho un día?
(Hay una pausa).
EL DOCTOR.— Sí señora…
MARISCALA.— Quiero aún precisar este capricho.
Una hora acaso. ¿Viviré una hora?
Decídmelo doctor.
BENIGNO.— Vos lo habéis dicho…
FRANCISCA.— Pues hacedme un favor.
BENIGNO.— Es lo que quiero.
FRANCISCA.— Mandadme un sacerdote con presteza.
No digáis por favor nada a Escudero.
Y a la Fuente por esta gentileza
mi reconocimiento más sincero.
FRANCISCA.— Oh juventud, fresca y lozana,
fugaz encanto que se fue
porque te miro tan lejana
cuando en la paz de esta mañana
la muerte toca en el cristal
lleno de luz de mi ventana.
¿Para qué sirve haber vivido
si el negro manto del olvid
nos cubrirá de toda suerte?
Cuando es la gloria una quimera
y en la jornada nos espera
el fuerte abrazo de la muerte?
¡Gloria, recuerdos, vanas cosas
vago perfume de las rosas
que decoraron nuestra vida!
¡Seguir inquieta un ideal
ir con el bien y contra el mal
para morir en el olvido!
He desafiado hasta el destino,
llano y triunfal fue mi camino.
Amé, viví, triunfé…
Lucha, pasión, amor y guerra
puso mi afán sobre la tierra
que con mi espada dominé…
Hoy solo queda del pasado
mi corazón desesperado
que su amargura vierte.
Y en el final de la jornada
la risa cruel y descarnada
y el frío beso de la muerte…
ESCUDERO.— ¿Cómo os sentís, señora mía?
MARISCALA.— (Finge, sonriente)
Ya mis dolores se han calmado,
ya se han calmado mis dolores
y es tan intensa mi alegría
que os pide flores, muchas flores.
Esta postrera coquetería,
mi coronel…
ESCUDERO.— Voy por las flores. (Sale).
CRIADA.— ¿Mi señora ama algo reclama?
MARISCALA.— Solo deseo descansar.
¡Dejadme sola!
CRIADA.— Bien, mi ama.
¿Y si alguien llama?
MARISCALA.— Si alguien llama
y es sacerdote, hazle pasar.
(Vase la criada. Pausa).
Cuando la muerte a nuestra puerta,
gentil anuncia su premura,
precisa estar cortés y alerta,
porque respeto la hermosura
en el semblante de la muerta…
PADRE LUIS.— Hija mía.
FRANCISCA.— Señor, os he llamado
a haceros de mi vida confesión.
Solo después que me haya consolado
vuestra dulce palabra de perdón
podrá mi alma emprender el vuelo ansiado
hacia el cielo de promisión…
PADRE LUIS.— Tranquilizaos, señora. Sois creyente
y buena, tal como nos manda Dios.
(Se sienta, y ella sigue de pie).
FRANCISCA.— Es ahora una humilde penitente
la que a arrodillarse va ante vos
y que en su vida no inclinó la frente
sino para su Dios y por su Dios.
(Ella se arrodilla ante el padre. Él se santigua.
Ella junta las manos con ademán de rezo).
Padre, no sé deciros que he pecado,
mi conciencia está pura, aunque humillada
hasta que el perdón me sea dado
y a mi alma deje alegre y resignada.
He sido grande, he sido poderosa
he sido presidenta y Mariscala,
pero no fui, señor, nunca orgullosa,
ni fui cruel, ni fui noble, ni fui mala.
Amo a Dios hoy, lo mismo que le amé
en mi triste y devota juventud,
y he guardado
a través de mi inquietud
el ingenuo tesoro de mi fe.
En mi casa hubo pan para el hambriento
posada para el triste peregrino;
curó mi frase y confortó mi acento
a los desfallecidos del camino.
Fui hija amante, fui también esposa
amante y fue infinita mi lealtad.
Si no pude ser madre cariñosa,
fue que el destino me forjó ambiciosa
para algo más que la maternidad.
Abnegada, devota, compasiva
mi alma nunca sintió la vanidad
y tuvo para toda rogativa
una dulce efusión de su piedad.
Nada más sé decir de mi existencia;
tal ha sido señor por mí vivida;
de nada me acongoja mi conciencia
y de nada me siento arrepentida.
Pero soy religiosa, soy cristiana
quiero que Dios me otorgue su clemencia.
Hoy que llama la muerte a mi ventana
quiero hacer, padre mío, penitencia.
PADRE LUIS.— Absuelta y bendecida estáis, señora.
(Se levanta y la levanta).
FRANCISCA.— A mi alma ha serenado este perdón.
Tranquila he de aguardar la muerte ahora.
PADRE LUIS.— Dios es bueno. La vida, mi señora,
acaso vuelva a daros su ilusión.
Aún sois joven, sois fuerte, sois hermosa
acaso la salud ha de tornar.
FRANCISCA.— La vida se me escapa presurosa.
PADRE LUIS.— Por vos, señora mía, he de rezar.
(El padre Luis se arrodilla en un taburete ante el crucifijo que está en una mesita. Ella avanza hacia la ventana).
PADRE LUIS.— Quedáis con Dios, señora, y consolada.
FRANCISCA.— Y os soy por ello muy agradecida.
PADRE LUIS.— Él os dé la salud ambicionada
y alargue vuestra vida.
FRANCISCA.— Esta es la última palpitación,
la muerte llega como un sueño
que arrebata al corazón
su más amado y dulce ensueño.
Esta es la última palpitación…
(Se sienta en el diván).
La muerte llega como un sueño
cuando la patria está lejana
y cuando olvida en loco empeño
a la que fue su capitana.
La muerte llega como un sueño.
Así se va la Mariscala
sin que a su lado un caballero
recoja el hálito postrero
en que su espíritu se exhala.
Así se va la Mariscala.
Desfallece sobre el diván. Hay un silencio dilatado. Luego entra el coronel Escudero con muchas flores en ambas manos. Tiene una sorpresa sumamente dolorosa. Y, silencioso, deposita las flores sobre el cuerpo de la heroína, desenvaina su espada, la parte en dos, y la pone sobre el pecho de ella. Se arrodilla, coge las manos de la Mariscala, las besa e inclina la cabeza. De esta manera, acaba la última jornada del poema.
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