3.1.4. Cuadro Segundo
- José Carlos Mariátegui
Una avenida bordeada de árboles que se pierde en la perspectiva del telón de foro. El claro de luna pone su caricia de plata en las copas rumorosas. Hay un ambiente de calma, de misterio y de voluptuosidad.
Las noches de luna invitan
en la alameda, al placer
y encienden en nuestros labios
una extraña y febril sed.
El viento trae los ecos lejanos
de algún cantar y hay un
ambiente de calma y de
voluptuosidad.
(Mientras la orquesta ejecuta una melopea).
GALÁN 1º.— Callad que se aproxima en su calesa
la más gentil limeña y más hermosa
cortesana con pompas de marquesa.
TAPADA 1º— Y también la mujer más caprichosa.
GALÁN 1º.— La que tuvo más locos desvaríos.
GALÁN 2º.— La que nunca apagó su ansia sensual
y dada a los más raros extravíos
preciara por su amor un madrigal.
TAPADA 2º— La que jamás saciará sus antojos.
GALÁN 1º— La que luce mejor la saya y manto
porque aumenta con ellos el encanto
divino y misterioso de sus ojos.
Dichosos son los ojos
que admiran tu hermosura
Dios guarde tus encantos
preciosa criatura.
Jamás en la alameda
dormida y silenciosa
floreció una magnolia
más fresca y más hermosa.
D. FERNANDO.— ¿Cuál galante aventura,
cuál desvelo, cuál cita misteriosa,
os trae a la alameda silenciosa
y permite admirar vuestra hermosura?
¿Cuál galán ignorado,
de insolente mirar, capa y espada
y dorado blasón, ha cautivado
la luz de vuestra mirada?
DOÑA MERCEDES.— Ningún galán, ninguna
cita de amor, me trae a la alameda,
es la noche de luna
que viste de misterio la arboleda
es la atracción de su quietud sonora,
es la clara armonía de la fuente
que dice su alegría reidora,
es tal vez un capricho solamente…
D. FERNANDO.— Señora, también sois algo poeta,
tenéis raros ideales soñadores
sentimentalismos de coqueta.
DOÑA MERCEDES.— Será a fuerza de amar a trovadores…
D. FERNANDO.— Si en mi patria lejana
floreciera tan grande gentileza
no habría más hermosa castellana
y seríais princesa.
Os harían la corte caballeros
de altivo continente,
que por vos romperían sus aceros
con ímpetu valiente.
Y de un país distante,
precedido por mil embajadores,
llegara hasta vos algún infante
a contaros, rendido y arrogante,
sus amores.
Pero así, con embozo de soplillo,
encuentro yo mayor vuestra belleza,
que si fuerais princesa
y, habitarais un trágico castillo.
DOÑA MERCEDES.— Amable estáis y a fe que son felices
vuestras frases galantes y donosas.
Y vos, ¿a qué venís? ¿Cuáles deslices,
qué aventuras os traen?
D. FERNANDO.— Pues son cosas de honor.
Me trae a la alameda un desafío
que igual que todos, motivó el amor.
DOÑA MERCEDES.— ¿Y tan tranquilo estáis?
D. FERNANDO.— Siempre sonrío
ante un lance como este, mi señora.
Muy pronto llegarán los caballeros,
con ellos mi rival, y sin demora
brillarán los aceros.
DOÑA MERCEDES.— ¿Quién es vuestro rival?
D. FERNANDO.— Un imprudente
criollo, audaz en su arrogancia moza,
que me retó insolente.
DOÑA MERCEDES.— ¿Y se llama?
D. FERNANDO.— Ramiro de Mendoza
DOÑA MERCEDES.— ¿Él?
D. FERNANDO.— ¿Acaso os extraña?
¿Le conocéis tal vez? ¿es vuestro amante?
DOÑA MERCEDES.— ¡No habléis en ese tono que me daña
si a fuer de caballero, sois galante!
D. FERNANDO.— Reparo que os inquieta
este lance que tengo concertado,
¿Don Ramiro es quien os ha cautivado
con sus galanterías de poeta?
No lo neguéis, señora; en vuestros ojos
que os han hecho traición
he leído, entre angustias y sonrojos
lo que pasa por vuestro corazón.
DOÑA MERCEDES.— Habéis adivinado mi secreto,
el secreto de amor que yo ocultaba.
¡Sed ahora discreto!
D. FERNANDO.— ¡Lo juro! Imaginaos que lo ignoraba.
DOÑA MERCEDES.— ¡Es inmenso mi amor!
D. FERNANDO.— Son ilusiones que os forjáis a porfía.
¿Qué sabéis vos de amor ni de pasiones?
DOÑA MERCEDES.— Pues es don Ramiro el alma mía.
D. FERNANDO.— ¡Oh mentidas palabras!
DOÑA MERCEDES.— ¡Soy sincera
os hablo sin ficción
y los labios quizá por vez primera
os dicen lo que siente el corazón.
D. FERNANDO.— La mujer que mercara sus favores
y, contando sus días por amantes,
les tendiera sus brazos pecadores
igual a caballeros que a tunantes,
no sabe amar con ley.
DOÑA MERCEDES.— ¡Callad os pido!
Ahondáis la herida que me está
sangrando.
No cuadra a un caballero bien nacido
hablar así a una dama, don Fernando.
D. FERNANDO.— No es una dama aquella que mendiga
el amor de un villano, ni que vende
su cuerpo por un beso o una cantiga.
DOÑA MERCEDES.— Y no es un hidalgo el que la ofende.
Si a mi lado tuviera
un bravo paladín
que airado, os devolviera
vuestro ultraje ruin,
no seríais capaz de decir nada
de lo dicho.
D. FERNANDO.— ¿Estáis loca
o no sabéis señora, que mi espada
apoya lo que digo por mi boca?
DOÑA MERCEDES.— Muy pronto habré de verlo.
D. FERNANDO.— Sin demora,
viene aquí justamente mi criado,
y que no ha de tardar vuestro adorado.
DON BRAULIO.— Señor, antes de una hora
ha de llegar don Ramiro.
Por avisaros a tiempo
adelante me he venido.
D. FERNANDO.— Bien está.
Doña Mercedes,
¿asistís al desafío?
DOÑA MERCEDES.— He de aguardar anhelante
la suerte del ser querido
por si vuestra audaz tizona
le dejara mal herido.
Mi mano la curaría
con solícito cariño.
(Las últimas palabras las dice doña Mercedes, haciendo mutis por la derecha en unión de don Fernando).
DON CELSO.— Diente con diente estoy dando,
cual si me fuera la vida en el lance.
DON BRAULIO.— A mí la carne se me pone de gallina.
DON CELSO.— Don Fernando es un valiente
para él no hay lucha perdida.
DON BRAULIO.— Pero el criollo es muy guapo
y lo vencerá.
DON CELSO.— ¡No digas!
Como mi amo no hay ninguno
y el criollo es un marica.
¡Tiene él un brazo derecho
y tiene una puntería!
DON BRAULIO.— Calla, negro, tú no sabes
dónde repican a misa.
Don Ramiro es todo un hombre
y hoy al chapetón lo pincha.
DON CELSO.— ¡Pobre mi amo! ¡Ni Dios quiera!
Si muere, yo ¿dónde iría?
DON BRAULIO.— Estos blancos que pelean
por puro gusto, dan grima.
DON CELSO.— Casi siempre es por mujeres.
DON BRAULIO.— No lo valen las indianas.
DON CELSO.— Muchas historias sé de estas.
DON BRAULIO.— Y yo.
DON CELSO.— A ver si son las mismas.
DON BRAULIO.— Don Andrés un caballero
de muchísimo valor.
DON CELSO.— Tuvo un lance con don Telmo
que también es un león.
DON BRAULIO.— Disputábanse una dama
que era dada a desdeñar.
DON CELSO.— Y en el duelo los rivales
AMBOS.— ¡zis, zás, zis, zás, zis, zás!
DON CELSO.— Venció Andrés en el combate
a don Telmo el… contendor.
DON BRAULIO.— Y al empuje de su espada…
la orgullosa se rindió.
DON BRAULIO.— Es una historia que asusta.
DON CELSO.— Pone los pelos de punta.
DON BRAULIO.— (reparando hacia la izquierda) Pero
¡calla, qué veo! Viene hacia aquí don
Ramiro con su corte de honor.
DON CELSO.— ¡Jesús y qué cara traen!
DON BRAULIO.— Van a batirse aquí mismo. Corramos,
Celso.
DON CELSO.— ¿Para qué?
DON BRAULIO.— Para avisar a don Fernando que la hora
ha llegado.
DON CELSO.— Vamos. Se van a hacer picadillo.
Somos los caballeros de la nobleza
que guardamos celosos nuestro blasón
y fiamos al orgullo de nuestra espada,
la defensa sagrada de nuestro honor.
DON RAMIRO.— ¡En guarda!
D. FERNANDO.— Don Ramiro, mi tizona
fue forjada en Toledo.
DON RAMIRO.— Estad atento.
D. FERNANDO.— ¡Sola va al corazón y no perdona!
DON RAMIRO.— (acometiendo con coraje)
¡A fondo!
D. FERNANDO.— (librando el golpe)
Perdonad, ha sido… al viento.
DON RAMIRO.— Este golpe parad.
D. FERNANDO.— Habéis errado
y os lo devuelvo igual.
DON RAMIRO.— ¡Temed mi acero!
D. FERNANDO.— Temed el mío vos.
DON RAMIRO.— Os ha fallado.
D. FERNANDO.— Ahora. (le hiere) (volviéndose al grupo)
He vencido al caballero.
DOÑA MERCEDES.— (apareciendo) ¡Don Fernando!
Traidor es vuestro acero.
Al herir este pecho ha herido el mío.
D. FERNANDO.— He cumplido señora el desafío
y os devuelvo gentil vuestro trovero.
DON RAMIRO.— Fue el amor, fue el amor
de una hermosa mujer
que me armó vengador
y me vence a sus pies.
D. FERNANDO.— Fue el amor de esa flor
el que me hizo vencer.
y ha vencido otra vez.
DOÑA MERCEDES.— De su rostro el dolor
con amor borraré
¡pobre amor redentor
pobre amor de mujer!
CORO.— Fue el amor, fue el amor
de una hermosa mujer
que le armó vengador
y le vence después.