2.5. Una tarde de sport

  • José Carlos Mariátegui

 

         1En la solitaria tristeza de una estancia en urdimbre, Margarita se aburría, al atardecer penumbroso de este día de invierno. Margarita estaba sola, abandonada sobre un canapé que se hundía al peso de su cuerpo gentil. Y ella, la primorosa muñeca, tan bella como frívola, a cuyos encantos sumaran otros nuevos la armonía y aristocracia de su toilette de este día, meditaba, con el gesto graciosamente austero. Breve, morena, envuelta en vaporosas sedas y encajes sutiles, se diría una figulina de cromo o una marquesita esplinática hecha para ilustrar las fantasías raras de algún cuentista de moda.
         Margarita se aburría. Despreciadas y en desorden, yacían a su lado sobre la alfombra las revistas femeninas y los magazines de modas. Y la policromía brillante de sus modelos, en la penumbra de la estancia, contrastaba extrañamente con las tintas difuminadas de la alfombra.
         Y engreída, desesperaba de que aún no llegase la noche, cumpliesen los criados sus rituales liturgias del comedor, probase ella dos bocaditos de cada vianda y partiese el automóvil con flores y luz blanca en su interior mullido, en que debía ir con sus padres al teatro. Era sexta función de abono y seguramente habría en el teatro mucha gente elegante. Estarían las Armida, Luciana, Miguel. Margarita sonrió levemente. No había querido acompañar a su madre, que había salido de visita y por eso estaba sola y se aburría. ¡Qué fastidio! Llegasen siquiera de visita las Belda, presuntuosas y tontas como eran, y se entretendría un poco. Pero las Belda, que eran presuntuosas y tontas, no eran en cambio oportunas. Margarita estuvo a punto de ponerse furiosa contra las Belda que no tenían el tino de visitarla a tiempo.
         Involuntariamente fijó la vista en una cartulina que estaba sobre la mesita próxima. Con la curiosidad de quien no tiene otra cosa que hacer, la cogió Margarita. Era el programa de carreras del día anterior. Estaba impreso en dura cartulina y plegado en cuatro partes como un librito. Y al pie de las inscripciones había anotaciones de ganador y placé hechas por Margarita. Margarita se sumergió en el recuerdo de esa reciente tarde de carreras que el programa anotado en el mismo Hipódromo le evocaba. Cada página del programa la hacía reconstruir una escena de esa tarde, que tanta gente distinguida había reunido en el Hipódromo. Estuvieron todas las amigas aristocráticas de Margarita: las Armida, Luciana, etc. También las Belda, que se las daban de hípicas como ellas decían, porque eran amigas de Pablo Lugo, el propietario del stud Eclaire.

         Margarita leyó:

         “Primera carrera. Premio… Distancia, 1100 metros. Handicap. Inscripciones…”

         Ella había llegado al Hipódromo cuando iba a comenzar esta prueba. En la terraza estaban las Armida y le habían presentado a Miguel. Miguel era joven y simpático y se había mostrado muy cortés con Margarita. Margarita lo recordó con fruición y se confesó que Miguel le había gustado. ¿Pero le habría gustado más que Guillermo que también le gustaba y que Juan Manuel que la cortejó antes de ser novio de esa coqueta de Isabel? Margarita no quiso seguir haciéndose preguntas y miró de nuevo el programa de carreras…

         “…Segunda carrera, Premio… Distancia, 1400 metros. Handicap. Inscripciones…”

         Muy amable e interesante era Miguel. Cuánto las había hecho reír a propósito del triunfo de Oriol, un chuzo, como decía Elena Armida acentuando coquetonamente la zeta, en la primera carrera. Miguel había perdido cinco libras y había estrujado sonriente los cinco billetes para arrojarlos luego. Con Margarita se mostraba mimoso y muy atento. De pronto había llegado Eduardo. Eduardo cortejaba a Margarita y era también joven y simpático. Pero no como Miguel. Margarita pensó que a Eduardo le faltaba el ingenio que hacía tan ameno cuanto decía Miguel. Eduardo y Miguel eran amigos y sus manos enguantadas se habían estrechado efusivas.

         “…Tercera carrera. Premio… Distancia, 800 metros. Handicap para yearlings. Inscripciones…”

         Juntos habían paseado las Armida, Miguel, Eduardo y Margarita el paddock y la terraza. Miguel, anecdótico y locuaz, las había seguido entreteniendo. Volvió a perder sonriente. ¡Bah! Sobraba tiempo para ganar. Eduardo en cambio se había mostrado colérico por habérsele “escapado una fija”, como decía. Margarita cruel le hizo una broma y él no tuvo más remedio que reírse de un chiste de Miguel.

         “…Cuarta carrera. Premio… 1700 metros. Handicap. Inscripciones…”

         Miguel le había dicho a solas que era muy bonita. Fue en la tribuna mientras el padre de Margarita, que toda la tarde estuvo con un diplomático, paseaba con este por la terraza; y las Armida y Eduardo, desertores del grupo, se unieron al que formaban las Belda y el sportmen Pablo Lugo, propietario del stud Eclaire. Y ella había reído locamente de los requiebros de Miguel para enfadar a Eduardo que de rato en rato volvía la vista para mirarla.

         “…Quinta carrera. Premio… 1100 metros. Handicap. Inscripciones…”

         Miguel la había dejado sola por un momento para apostar. Tres libras, Iris ganador. Una fija, le había dicho Lugo, el amigo de las Belda y propietario del stud Eclaire, y había vuelto sonriente para seguir contándole la historia de un jockey que se enamoró de un figulina breve, morena, elegante. Como usted, le había dicho. ¡Era simpático Miguel!
         Margarita llegó a la última página del programa:

         “…Sexta carrera. Clásico Ministerio de Fomento. Peso por edad. Distancia, 2000 metros. Inscripciones…”

         Miguel le había hablado de vagos ensueños. Él era en el fondo un poco triste. Y en un medio de hombres prácticos, tenía la imperdonable tontería de soñar. Y soñaba con una mujer que iluminase con su amor la senda de su vida. Una mujer buena y hermosa. Breve, morena, esbelta. Lo decía de un modo que parecía sincero y habría engañado a cualquiera. Una mujercita breve, morena, esbelta, había repetido él. Como usted, había dicho luego. Margarita rio. Margarita rio locamente. Las Armida y Eduardo cortaron la escena. Partieron los caballos. Gran clamor en el público. Regocijo de Eduardo que había apostado cinco libras al vencedor.
         Después, el regreso en automóvil con su padre y Eduardo. Miguel se había despedido en el Hipódromo. Y Margarita, mientras el auto avanzaba raudamente por la ancha avenida, se había olvidado de él y se abandonaba a las galanterías de Eduardo.
         Margarita observó la última anotación del programa, “Tick, ganador”. Lo arrojó después a un lado, junto a las revistas de moda, que ponían en la penumbra de la estancia, la policromía brillante de sus modelos sobre las tintas difuminadas de la alfombra.

JUAN CRONIQUEUR


Referencias


  1. En El Turf, Nº 15, pp. 13-14, Lima, 17 de julio de 1915. Y El Tiempo, Lima, 3 de septiembre de 1916. ↩︎