1.12. Oración al espíritu inmortal de Leonidas Yerovi

  • José Carlos Mariátegui

ORACIÓN AL ESPÍRITU INMORTAL DE LEONIDAS YEROVI1  

                                           Por la señal de la Santa Cruz
    Yo, hermano tuyo en la risa y en el dolor, en la fe y en la duda,
en el esfuerzo y en el ensueño, en la abulia y en la voluntad, en
el amor y en el egoísmo, en el sentimiento y en la idea, en lo
divino y en lo humano, te invoco Yerovi en esta hora angustiosa
y te conjuro para que oigas mi voz.

    Te hablo, Yerovi, en la estancia de la casa de La Prensa en que
han hecho tu capilla ardiente, en la misma estancia que tantas veces
amparó nuestro coloquio y que ahora ampara mi oración.

    Yace tu cuerpo, exangüe, frío y herido, entre muchos cirios y
entre muchas flores, ante mis ojos que han llorado por ti.

    Tu cuerpo está más lívido que los cirios, Yerovi.
    Y las flores son trémulas e ingenuas como mi oración.

    Acaso recuerdan que tú las amaste mucho y que las pusiste a
los pies de todas tus bienamadas.

   ¡Poeta, aedo, bardo, lírida, rapsodista, abate, trovador!
    Te invoco, Yerovi, con la voz de los psalmos de David, con la voz
de las alabanzas de Salomón, con la voz de todos los sumos
sacerdotes y de todos los sumos cantores de la humanidad.

    Yo era un niño cuando ya tú eras grande.
    Y yo supe comprender tu emoción, avizorar tu ensueño, amar tu
ideal, sentir tu ironía, entender tu espíritu.

    Te admiré en el verso musical, en la frase inteligente, en la
observación sutil, en el comentario satírico.

    Y te admiré más, mucho más, en la riqueza de tu acervo
sentimental y de tu ideología caprichosa y noble.

    Mi espíritu y el tuyo no llegaron a la afinidad, pero se
encontraron siempre en la comprensión.

    Y los dos se burlaron aciduladamente de la vida en todas las horas
en que coincidimos en el brindis que fue siempre en nosotros una
sonrisa.

    Jamás nos abrazamos y por eso jamás pudimos hacernos traición.
    Ayer, tú y yo nos encontramos como todos los días a media noche.
    La Luna, Madama la Luna como dijiste tú, estaba en el cielo.
    Y no nos acercamos.
    Ni yo fui a ti, ni tú viniste a mí.
    Tan sólo nos dijimos:
    ¡Adiós Yerovi!
    ¡Adiós Mariátegui!

    Y hoy encuentro tu cuerpo exangüe, helado y herido en el pecho
como el de Nuestro Señor Jesucristo.

    ¡Poeta, aedo, bardo, lírida, rapsodista, abate, trovador!

   Los demás hombres te aman en el recuerdo de tu obra, yo en el
recuerdo de tu espíritu.

   Tu obra apenas si tiene asido uno que otro detalle de tu espíritu,
invocado por mí en este instante, en la misma estancia que tantas veces
amparó nuestro coloquio.

    La muerte ha ahogado tu última sonrisa.

    Yo no estoy seguro de que tu espíritu ha entrado en el misterio con una
sonrisa en los labios, mientras en tu cuerpo una mano ha quedado
apretando el corazón.

    Tu sonrisa era el antifaz de seda de tu corazón y tú, que eras un avaro de
tu corazón, eras, generoso y magnífico, un pródigo de tu sonrisa.

    Así te he sentido y así te he admirado.

   Has tenido perennemente la majestad orgullosa de hacer tuyo,
solamente tuyo, tu dolor.

    Muy pocas veces lloraste ante las miradas ajenas, y cuando
lloraste sentiste siempre que habías hecho claudicación y pecado
mortal.

    Tu tristeza fue silenciosa, como debe ser en los espíritus
grandes que no quieren la tristeza en la tierra.

    ¡Poeta, aedo, bardo, lírida, rapsodista, abate, trovador!

   Quiero invocarte colocando mi mano sobre tu corazón, pero
me arrepiento enseguida porque tu corazón no late ya y yo le tengo
miedo a tu corazón muerto.

    Tú habías consentido que tu corazón fuese más grande que tu
cerebro.

    Me encomiendo a ti para que yo no lo haga jamás.

    Y te ruego también que siempre que diga una queja o una
tristeza, diga luego mi contrición.

    Los hombres debemos sentirnos eternamente muy solos y
muy avaros en el dolor.

    Y yo te invoco, espíritu gentil y bienamado, para que después
de esta lamentación vuelva a mi semblante la sonrisa y con ella mi
último saludo a tu cuerpo exangüe y helado, que está más lívido
que los cirios y que está herido en el pecho como el de Nuestro
Señor Jesucristo.
    Así sea.

Referencias


  1. En El Tiempo, Lima, 17 de febrero de 1917 y en la La Prensa, Lima, 21 de febrero de 1917.
    En las Páginas Literarias, seleccionadas por Edmundo Cornejo Ubillús (Lima, 1955), p. 11-15. Y en Reconstrucción de Mariátegui por Mario Castro Arenas (Lima, 1985), pp. 21-23. ↩︎